Sergio García (Borriol, 1980) embocó el primer hoyo del desempate con un buen putt y la historia cambió. Nacieron las lágrimas de los ojos del golfista castellonense y esta vez no fueron de tristeza. Significaron alegría después de ganar el Masters de Augusta y cobrarse esa deuda que el golf le tenía pendiente después de tantos años honrando al deporte con su magnífico juego, pero sin recibir la recompensa tan merecida. También hubo rabia en esas lágrimas. Demasiado tiempo aguantando la presión y las críticas. Por fin pudo acallarlas todas, cerrar la boca de todos esos detractores que dijeron que El Niño nunca maduraría, que no tenía lo que era necesario para ganar en uno de los grandes. 18 años después de su debut, 18 también desde que Txema Olazabal se vistiera la última chaqueta verde del golf estatal. 18, número de golf, número de justicia para Sergio García. Más tarde de lo esperado y merecido, pero por fin llegó el día en el que El Niño se hizo major.
Fue la jornada perfecta para hacerse con la victoria en el Masters. Los 18 años pasados desde la victoria de Olazabal, el día en el que Severiano Ballesteros, el gran pionero y modelo a seguir por todos sus predecesores, hubiera cumplido 60 años. Demasiadas señales. Signos marcados por el destino que añadieron una dosis de épica a la victoria de Sergio García. Pero el juego del castellonense no necesitaba de astros alineados ni conjuras mágicas para hacerse con la victoria. Necesitaba justicia y que su buen juego no huyera en el momento más decisivo. Esta vez así fue, incluso elevó el nivel en los peores momentos. Su crisis a mitad del recorrido volvió a alimentar todos los fantasmas. “Otra vez va a volver a fallar en el momento clave”, el runrún de sus críticos. Pero Sergio García tuvo otro plan. Solo pensó en verde y con un birdie en el desempate, a pesar de que solo necesitaba cerrar el par, se llevó la chaqueta verde que años atrás vistieron sus dos grandes ídolos Seve y Olazabal.
La victoria llegó tras una tensión enorme. Una vuelta llena de golpes entre Justin Rose y Sergio García llevó a los dos golfistas al desempate. Algo que ambos pudieron evitar en el hoyo 18, pero no acertaron con el putt. “Ha sido un camino largo, lo he tenido en el 18. Pensaba que caía hacia la izquierda, pero no lo hizo”, declaró el castellonense. Fue esa bola caprichosa que hizo lo que no debía. Lo que no estaba escrito en las notas. Se le escapó el Masters a Sergio García cuando lo tenía hecho y le tocó olvidar todo rápido para centrarse en repetir el mismo hoyo. Ahí Rose falló y el campeón de Borriol se vio con la opción de hacerse con su primer major. Momento de tensión, pulsaciones a mil y enorme presión para la mayoría. Sin embargo, el corazón de Sergio García ni se inmuto. Extrema tranquilidad y sensaciones impropias de quien está persiguiendo algo por lo que ha luchado desde que con tres años le pusieran su primer palo de golf en las manos. “Sentí la calma que nunca había sentido en un grande, y en un domingo además”, afirmó. La bola entró a la primera y entonces el corazón sí que se volvió loco. Éxtasis puro, celebración de campeón.
cambio de filosofía Su cambio de actitud ha tenido mucho que ver en la consecución de este triunfo. Sergio García se obsesionó por vencer a Augusta. Derrotar a todas sus trampas y salir por Magnolia Lane como el dominador absoluto. Algo imposible en este campo. Por ello, el de Borriol aplicó la táctica más sencilla: Si no puedes con él, únete a él. “Augusta no ha cambiado, he cambiado yo. Es un sitio donde no puedes luchar contra él porque siempre te acaba noqueando. Y por tanto he aprendido a afrontar lo mejor posible lo que me venga por delante”, explicó antes del torneo. Una versión mejorada, más madura y calmada tanto en los momentos buenos como en los malos. Frío y sin dejar que su carácter se apoderara de él hasta el final. Pero Sergio García no solo es un golfista que domina cada uno de los registros, también es pasión. Puño al viento y mirada desafiante. En el cara a cara final salió ese Sergio batallador. El de la Ryder Cup, su mejor versión. Un volcán que estalló en el momento oportuno para destrozar a Justin Rose en el desempate.