El principal problema que tiene Mauricio Pellegrino es que solo se le mide por el fútbol que hace su equipo, lo que en realidad es una anomalía cuando se trata de entrenadores. El argentino está desnudo de atenuantes emocionales y carece de ambición tribunera: no tiene ningún vínculo con la ciudad y por más que pasara por el club como jugador, su carrera nunca se significó con el Alavés. Tampoco su manera de ser, pausada y descomprimida, contribuye a crear un diálogo satisfactorio y directo con el hincha, siempre más proclive a asimilar como propios los discursos de maestros de la escenificación primaria como Mourinho o Bordalás. Uno de los motores de las transformaciones de los equipos, los partidos políticos o las empresas son las disputas internas. El sainete entre pablistas y errojonistas. La duda existencial que atraviesan el Cholo y el Atlético, verbalizó públicamente Gabi y plasmó el Madrid de si deben seguir en su búsqueda de lo que la gente llama juego bonito o volver a ser ese equipo perro que ha jugado dos finales de Champions en tres años. Antes del derbi era una cosa metafísica, rollo a qué huelen las nubes. Después ya se ve más como un trauma identitario. Del toro o torero que habló Menotti. Los dos últimos entrenadores exitosos del Alavés han sobrevivido a la cháchara interna sobre si eran buenos o no, una respuesta que solo llegó con el tiempo, gracias a la admiración o los recelos que les acompañaban incluso antes de pisar Mendizorroza. Tanto Natxo como Bordalás tuvieron desde sus inicios una ventaja con la que no cuenta Pellegrino: tenían antis y soldados de fortuna. Obviamente los dos bandos querían lo mejor para el Alavés y nadie odia tanto a su propio entrenador para querer que el equipo pierda. Pero tenían eso en tiempos de tibieza emocional como los actuales, esos en los que las cosas van a peor, pero tampoco se puede pedir darle fuego a todo. Antes había paz en echar en cara a alguien que lo defendía por ser de Vitoria y responderle con que él le criticaba con más virulencia por el mismo motivo. Al final el debate solía remitir a la clasificación. Al último jefe algunos le mataban porque dejaba en feo al club y los otros decían que se partía la cara por defenderlo. La confrontación también acababa en la tabla...
descontento en las redes sociales Después de doce partidos en LaLiga, los números ciertamente respaldan a Pellegrino. Está cuatro puntos y tres puestos por encima del descenso y es el recién ascendido que mejor ha entrado en la nueva categoría. Pero su fútbol no va a más. No gusta. Juega lento, plano y es poco ambicioso con el balón. Pretende ganar los partidos dominando las áreas y eso, con todos los respetos, es imposible de hacer con Alexis Ruano y Deyverson. Después del partido del domingo ante el Espanyol, mi querido y visceral Kan me mandó un mensaje: “Igual hay que echar a Pellegrino, ¿eh?”. En Twitter también había mucho descontento con el entrenador, que se ha centrado tanto en competir bien que se ha olvidado por el camino de ir añadiendo personalidad futbolística a su equipo. El Espanyol de Quique Sánchez Flores, por su parte, le venció con la misma receta: ser una roca defensiva y aprovechar los errores rivales (penalti tras una entrega calamitosa) o el balón parado. Es comprensible que Pellegrino hiciera de la búsqueda de la solidez su primer mandamiento para una vuelta a Primera que en los dos primeros meses le puso en la mirilla a tres de los mejores equipos de Europa.
En el haber del técnico argentino está el hecho de que el Alavés es un equipo bien organizado sin balón y que es casi imposible de doblar. En el debe está, una vez apuntalado el equipo, no desencorsetarlo ofensivamente. Algo similar a lo que era el de Bordalás al principio de la temporada pasada, cuando le costaba demasiado generar ocasiones y dominar los partidos. Una noche, después de un encuentro infame en Zaragoza, se encaró con los periodistas y rompió una puerta cuando abandonaba la sala de prensa. Se habló de eso toda la semana. Yo le llamé Mourinho de mercadillo, por las cosas del show y el conmigo o contra mí, en el mismo artículo que pedía tiempo para él. Pellegrino probablemente se rompería la mano en vez de la puerta. El Flaco no tiene pirotecnia, ni especiales filias o fobias alrededor. Y ahora le falta fútbol. Se le discute el juego y no las formas y el pueblo se empieza a impacientar. También me sale esta vez pedir tiempo.