MOTEGI - La temporada 2016 arrancó torcida ya desde la misma pretemporada, donde se sembraron las dudas sobre la docilidad de la máquina Honda, alejada por aquel entonces de las Yamaha y con las Ducati pisando los talones. Esta incertidumbre mecánica que sugería un año complicado, alertó a Marc Márquez. Le hizo divagar. Para recuperar la corona de MotoGP debía proponer algo diferente. Tenía que reinventarse, introducir variantes en su manual de estilo, que caducó con el caótico 2015, porque la voracidad, en ocasiones, es una lápida para cosechar el éxito.
Así repasó ayer esa mutación: “El comienzo de la temporada fue el punto más difícil de este año y creo que hice la pretemporada más dura de mi carrera. Las sensaciones eran que tenía que subir una larga montaña. Poco a poco creímos en ello. Cambié mi mentalidad en la primera parte, pero necesitaba la ayuda de los mecánicos en la segunda”. Piolet y crampones, el catalán inició la escalada.
Sin remedio mecánico en los albores de la campaña 2016, el de Cervera, de 23 años, reciclable, encontró ese necesario recurso en uno mismo. Explorador, autocrítico, se prestó a una virtud jamás vista en su persona. Algo aparentemente tan sencillo como saber domar la ambición, encadenar su ímpetu, ser capaz de reprimir impulsos o léase demostrar que puede ser conformista. En definitiva, aparcar, aunque sea en selectivas ocasiones, la conducción con el manillar del corazón para imponer la cordura sobre la moto. O al menos, mezclar sus encomiables dosis de talento y ritmo con el ingrediente de la sesera, despreciada esta última hasta esta campaña porque no le había hecho falta en su laureada trayectoria. Pero ya su valentía podía ser sinónimo de imprudencia y así contó seis carreras por caídas en 2015, además de cinco victorias, las que alberga en 2016 y que le han bastado para coronarse, y con aún tres pruebas por celebrarse. Asumía muchos riesgos. Demasiados.
Cuando la costumbre es ganar, es más complicado educarse para mejorar, peligra la humildad; cuando Márquez se ha vestido de perdedor, ha aflorado la necesidad y, humilde que es, ello le ha permitido reinventarse en aras del progreso. Así describió ayer su nueva filosofía: “Si tengo buenas sensaciones lo intentaré, si no, no pasa nada y me conformo con otros puestos. Para aprender esto perdí un campeonato y es un precio muy alto”. Pagado el peaje, adoptado el método de correr con cabeza, descubrió Márquez que los caminos hacia el éxito son más de uno. La regularidad también es una opción para ser campeón.
Aferrado a la sensatez, midiendo la ambición con cuentagotas, adherido a la frialdad, así se las ha gastado Márquez este curso, menos espectacular, menos arriesgado -lo que le ha permitido puntuar en todas las carreras, algo que nunca ha conseguido materializar a lo largo de todo un año-, más completo como piloto aunque menos ganador nato; lo cual esta justificado con el hecho de que ahora piensa a lo grande, en títulos y no en carreras.
Opciones remotas La fórmula le ha llevado hasta Japón como líder del Mundial, con 52 puntos de fortificación alzados ante sus rivales y solo cuatro carreras para cerrar el año. Decían las matemáticas que en la casa de Honda podía proclamarse, dulce casualidad, pero cualquier pitoniso hubiera dictado lo contrario. Eran tan remotas las posibilidades... Para comenzar, Márquez tenía que ganar, lo que nunca había conseguido en Japón desde que saltó a la categoría reina y, para más inri, en ninguno de sus cuatro títulos anteriores (1 de 125c.c., 1 de Moto2 y 2 de MotoGP) se había coronado ganando. Además de ser primero, tenía que aguardar a que Valentino Rossi fuera 15º o peor y, como último requisito, que Jorge Lorenzo no pisara el podio. La lógica apostaba por un Márquez conservador para, sin prisas, dejar el campeonato visto para sentencia amarrando un puñado de puntos. Pero mientras haya opciones, la parafernalia para la celebración viaja en el avión.
La primera condición fue viable cuando quedaban 21 de las 24 vueltas del Gran Premio de Japón, cuando, desquitado de cálculos científicos habida cuenta de su ventaja en el campeonato, aparcada la prudencia, hijo del confort sobre su remozada máquina -el trabajo de Honda no ha cesado en la búsqueda de la comodidad-, tomó el liderato; la segunda se asentó cuando Rossi, con todavía 18 giros por completarse y siendo su inmediato perseguidor, se fue al suelo; la tercera se dio cuando fue Lorenzo el que a 5 abrazos por dar a Motegi y rodando segundo se clavó en la grava. ¡Bingo! “Una locura”, que diría Márquez.
La amenaza pasó a ser el paridisíaco relax: “Cuando vi en la pizarra que Lorenzo estaba fuera de la carrera hice un desastre de vuelta. Fallé en tres o cuatro curvas y equivoqué alguna marcha. Me olvidé de todo, no sabía en qué circuito estaba”. Flotaba el genio. Camino de su 55ª victoria y con la que supera a Mick Doohan para asentarse en el sexto peldaño de la clasificación de pilotos con más triunfos, rumbo a su quinto título mundial, el tercero de MotoGP, Márquez tembló. Vértigo. Miedo al éxito. “Nunca pensé que podía ganar aquí. Cuando estás más nervioso vas al baño más veces, pero esta vez estaba tranquilo”. Es la calma que otorgan 52 puntos de ventaja, la relajación concedida por encomendarse a la vía de la regularidad, factor clave para recuperar el trono de MotoGP, para ser pentacampeón, uno de los más grandes de cuantos conoce el motociclismo, Supermárquez, le dicen al risueño chaval.