A los 13 años, Fabian Cancellara descubrió una bicicleta en el garaje de sus padres. Se subió a ella y comenzó a gestarse un nombre. Con el paso del tiempo se especializó en las clásicas y en la modalidad de contrarreloj, en la lucha contra el segundo. Y ganaba. Ganaba mucho, tanto que comenzaron a llamarle Espartaco. Porque era un corredor que no se rendía ni a las primeras de cambio, ni nunca. Porque casi todas sus victorias eran conseguidas por tenaz. Por pesado. Era un martillo pilón, pero con talla de gladiador. Así conquistó cuatro campeonatos mundiales. Y, así, 22 primaveras después de conocer la bicicleta, se despidió del ciclismo profesional como solo lo hacen los ganadores: con un oro olímpico. Porque el velocista no entraba en la terna de favoritos, por delante tenía hombres como Chris Froome o Tony Martín, pero ellos no colgaban el maillot a final de temporada. Ellos no se encontraban ante, posiblemente, su última oportunidad de inscribir su nombre en la historia del ciclismo. Así que Cancellara recuperó la ilusión con la que comenzó cuando apenas era un chaval y reeditó el triunfo olímpico que ya consiguió en Pekín.
Le benefició que no le tuvieran casi en cuenta. Y demostró que siempre hay que fijarse en un corredor con su historial -cuatro veces campeón del mundo de contrarreloj-. Que era una tontería darle por descartado. Sobre todo porque, en su campaña de despedida, todavía no había ganado nada. Así que ayer Cancellara no solo se colgó el oro, sino que impresionó. Dejó sin palabras a los entendidos, y sin aire a sus rivales, en un circuito, el Grumari, más que duro. Durísimo. Con rampas del 18% de pendiente y con el asfalto húmedo, peligroso, justo en la bajada que llevaba a los ciclistas hasta la playa. Ahí el suizo se lució para poner el broche de oro a su carrera.
Espartaco marcó la hora. La última de su vida profesional, en una segunda vuelta al circuito -de 54,6 kilómetros- de época. De las que se enseñan en vídeo a los juveniles. Había guardado fuerzas en el primer tramo para seguir en un perfil bajo, para dar la primera estocada en la segunda vuelta. Y que esta fuera la definitiva. Entonces, Cancellara se ajustó el maillot y comenzó a cimentar su victoria. Subió una marcha. Dos. Todas. Y enseguida consiguió un minuto de ventaja con Dumoulin y Froome. Una distancia insalvable.
Así que el suizo se subió al primer escalón del podio y saltó sobre él, extasiado, con el oro colgado del cuello. Sacó toda la fuerza en un grito de alegría que precedió al llanto con el que recibió la noticia de que, de nuevo, volvía a ser campeón olímpico.
A casi un minuto De esta forma, en una hora, 12 minutos y 15 segundos, el suizo dio el triunfo a la imagen del especialista de toda la vida. Al ciclista de gemelos hipermusculados, de hipertrofias imposibles, por encima de dos ciclistas ligeros como el viento. De livianos corredores que supieron volar sobre su bicicleta, pero no fueron el Expreso de Berna, y solo pudieron aplaudir la lección del profesor Cancellara. Así, el corredor suizo se coronó como el mejor en Brasil, en Copacabana, el escenario donde hizo eterna su leyenda de gladiador.