madrid - En medio de la euforia, de un puño al cielo, de la alegría que reventó en Sant’Anna di Vinadio, cuando se supo rosa por el pinganillo, conquistador del Giro, Vincenzo Nibali recibió el abrazo de los padres de Esteban Chaves. La madre vestía de rosa, el color con el que su hijo afrontó el día. Iba a juego. Combinados. La familia unida. En la salud y en la enfermedad. En la victoria y en la derrota. Amor de madre. Nibali atendió con ternura a los padres de Chaves, que felicitarón al campeón. El siciliano, les consoló. En ese conversación, corta, se concentró toda la energía y el sentimiento del Giro, una carrera arrebatadora, capaz de conmocionar los sentidos, de tumbarlos por la emotividad. Stendhal y su síndrome florentino se pasearon por los Alpes, las montañas imponentes donde se enmarcó la magnífica obra de Vincenzo Nibali, que pintó su Capilla Sixtina, un fresco maravilloso al aire libre. El siciliano es un hombre del renacimiento. Un iluminado. Volvió de entre los muertos en un final sin parangón que le entronizó en el templo rosa. No hay centinelas ni esposas contra la épica del italiano, que posee el carácter de los gigantes, el perfume de los grandes campeones y el empuje salvaje del orgullo. Indomable. Nibali es un tipo único, un ciclista a toque de corneta que corre con las tripas. Desde las entrañas. Ese afán por el triunfo, su inconformismo, “ataqué sin miedo a perder, sin miedo a ganar tampoco”, dijo Nibali, le tiñó de rosa en otra etapa para los incunables del Giro.
En esas líneas de la historia, en el libreto de la Lombarda, se coloreó Nibali y palideció Esteban Chaves, desconchado, desvencijado el último día de competición antes del desfile por Turín. Nibali, desatado, crucificó al colombiano en la Lombarda, donde salió del rebufo de Scarponi, su zapatero. Le puso las botas de siete leguas a casi 2.000 metros de altitud y el italiano caminó a zancadas de rabia, el viento del valle dándole palmadas, ululándole que no parara. Susurrándole frenesí. Chaves, taciturno, se encerró en la habitación del pánico con Valverde. Kruijswijk, con una costilla fisurada, comenzó su penitencia. El podio, cruel el Giro, también le abandonó.
Nibali apretó. Una grieta, el abismo para Chaves, con el rostro estropeado por el esfuerzo. Ninguna máscara podía camuflarle el dolor al colombiano, atravesado, la batería en la reserva. La maglia rosa estaba en la maleta de viaje de Nibali, ligero de equipaje, el molinillo ventilando, la mandíbula tensa, el compás preciso. El Astana había dispuesto el efecto dominó para catapultar a Nibali. El relevo de Scarponi lo tomó Tanel Kangert, el segundo sherpa de Nibali, que tamborileó los dedos a la espera de que asomara su líder, que corría sin sombra. El estonio fue partícipe de la fuga que dio el triunfo del día a Taaramae, dedicado a Zakarin. De ese escapada salió la maglia azzurra, la del mejor escalador del Giro, que vistió a un fantástico Mikel Nieve.
nibali no duda Taaramae dio cuerda la reloj. El Giro se contaba en segundos, en el vuelo rapaz de Nibali y en el plomo de Chaves, una náufrago abrazado a Valverde. El siciliano coronó la Lombarda y se fue en picado. Halcón peregrino. Un descenso a velocidad terminal. Ni un pestañeo, ni una duda. Chaves, ahogado. El colombiano, que había recibido unas migas de ayuda de Urán, no pudo seguir el rastro de su compatriota y de Valverde. Nibali estaba devorando el Giro a dentelladas. El Tiburón de Messina haciendo presa en la leyenda. Poseído por el espíritu de los testarudos, de los que nunca están dispuestos a ceder, de los que siempre están presentes para alistarse al barco de los imposibles, Nibali continuó pedaleando para enfilar el pasillo de pasión que le embocaba hacia su segundo Giro. Convencido, resucitado, el siciliano despiezó la esperanza de Chaves, que tuvo que agarrarse a la dignidad en plena crisis, al igual que Kruijswijk, vencido por Valverde.
Nibali, que de no existir habría que inventarlo, había volcado el Giro. De nuevo patas arriba todo el mobiliario. La sacudida derribó a Chaves, que sabía que la maglia rosa ya no era suya, que abrigaba el celeste de Nibali, su bandera de Italia cruzándole la pechera. Garibaldi entre tifosis, en éxtasis. El paso de Vincenzo entre la cuneta que lo venera fue el de un general con alma de guerrillero. La figura de Chaves, masticando la impotencia, no entraba en el retrovisor del Nibali. Demasiado lejos. A Nibali no le seguía ni con un catalejo Chaves, que suspiraba porque Valverde no le adelantara en el cajón. El siciliano, enlazado el Giro, estrangulándolo de fuerte que lo agarraba, corría hacia la historia y la memoria, hacia las conversaciones de tasca que contarán una y mil veces sus hazañas, su bravura, su irrefrenable deseo de victoria, su negación ante la derrota. No sabe Nibali vivir de rodillas, por eso le gusta poner a la gente en pie. ¡Bravo! Grandioso, como el Giro.