dortmund, situada en el estado de Renania del Norte-Westfalia, es la octava ciudad alemana más poblada que ha quedado grabada a fuego en nuestros corazones después de aquel 16 de mayo de 2001. A pesar de que actualmente se ha convertido en núcleo de la industria de alta tecnología y se la conozca como la metrópoli verde de Westfalia, pues casi la mitad del territorio municipal se compone de ríos, bosques y espacios verdes, contrasta con los casi cien años de ciudad del carbón y de fábricas de acero. También fue antiguamente uno de los principales centros de elaboración de cerveza de Alemania. Con todas las bellas ciudades que hay en Europa nos tuvo que tocar, si no la más fea, una poco atractiva. Al menos eso me lo pareció a mí. Lo poco que recuerdo de ella es una ciudad sin ambiente (al menos en los dos días que salí) y con reminiscencias de haber sido una ciudad industrial. Supongo que tendrá sus lugares de interés pero yo no los percibí en mi corta estancia.

Llegamos un lunes 14 en un vuelo directo desde Foronda con las maletas llenas de ilusiones; nos hospedamos en un hotel alejado de la ciudad y custodiado por guardas de seguridad. No sé por qué, pues nuestra estancia pasó completamente desapercibida para los lugareños y a los alavesistas les pillaba excesivamente lejos. Después de acomodarnos en las habitaciones (nos salimos de la rutina y los jugadores disfrutaron de una individual) fuimos a entrenar por la tarde a un campo (por llamarlo de alguna manera) con un césped en muy malas condiciones que nos llevó a protestar ante la UEFA. Después de cenar algunos cogimos un taxi y fuimos a dar una vuelta por la ciudad. ¡Madre mía! No se veía un alma por la calle. Parecía una ciudad abandonada. Los pocos transeúntes que encontramos eran naturales de Vitoria que, como nosotros, buscaban alguna cervecería para degustar la típica bebida alemana. Al día siguiente, por la mañana, fui al estadio de la final a la habitual reunión con miembros de la UEFA, del equipo rival y los jueces de la contienda. En todas estas reuniones lo que más les llamaba la atención a todos los asistentes era la camiseta con los nombres de los abonados escritos en ella. Al terminar me acerqué a la carpa que el club había instalado en el centro como punto de encuentro de los aficionados alavesistas (y del equipo rival, que también se acercaron por allí) donde se creó un ambiente extraordinario. Pero esta vez no fui en taxi sino en un vehículo que la UEFA había puesto a nuestra disposición para trasladarnos por la ciudad.

Por la tarde entrenamos en el Westfalenstadion (ahora ya ni se le conoce de esta manera sino como Signal Iduna Park). Cuando nos retirábamos a los vestuarios para dejar paso a los rivales se me acercó el entrenador del equipo inglés, el francés Houllier, y me saludó como si yo fuese el del Alavés. Se conoce que al pobre hombre le habían dado unas características físicas concretas de su homólogo albiazul y al primero que vio con ese aspecto le saludó. Y no fue la única vez.

Las horas en aquel apartado hotel pasaban muy lentas y el aburrimiento se fue apoderando de todos sus huéspedes que esperaban impacientes la llegada de la hora del encuentro. El rostro de los jugadores fue cambiando y ya no era la cara de aquellos jugadores que habían disfrutado a lo largo de todas las eliminatorias libres de presión. Sus gestos adustos, serios y demasiado tensos (a alguno se le agrió el carácter) demostraban que se iba apoderando de ellos una responsabilidad que hasta ese día no habían sentido. Esto se comprobó en el mal comienzo del encuentro ya que salieron demasiado impacientes y con una exigencia mayor de la que debían sentir. Y para cuando quisieron darse cuenta ya perdían por dos a cero. Reconozco que después del segundo gol eché una mirada al reloj; al ver que solo habían transcurrido 15 minutos, y que ya llevaban dos tantos, pensé que nos iba a caer la intemerata. Que después de haber llegado merecidamente hasta allí no íbamos a dar la talla en la final. Y eso no era justo. No fue así, afortunadamente. Con un cambio realizado por el míster y que los jugadores se liberaron al sentir todo perdido, se empezó a ver al extraordinario equipo que nos había entusiasmado en la competición europea. Lo demás todos lo conocemos. Llegamos a empatar dos veces, pero cerca del final el equipo albiazul sufrió la expulsión de Karmona (antes había sido la de Magno). La fatalidad quiso que, como consecuencia del lanzamiento de la falta que causó la expulsión, el intento de despeje de Geli originara que la final acabara en aquel preciso instante. De manera tan dolorosa. A partir de esa temporada se quitó aquel invento del gol de oro. La recogida de los trofeos fue un acto más de abatimiento y de amargura que de satisfacción del deber cumplido, del trabajo bien hecho y de sentirse orgulloso de lo que se había conseguido. Me hice cargo de las medallas sobrantes (para los suplentes y demás componentes del banquillo) y me fui hacia los vestuarios no sin antes recoger el trofeo que nos acreditaba como subcampeones. Un poco más y se queda olvidado por aquellas tierras (parece que era su sino, pues años después se perdió de nuevo y apareció en una iglesia). El infortunado trofeo viajó de vuelta en un baúl junto a la ropa sucia. A continuación estuve un momento en el túnel de vestuarios viendo y escuchando a la ruidosa afición inglesa cómo disfrutaban con el trofeo conseguido. Siempre he creído que jamás volveré a verme en una situación similar por lo que me quise llevar de recuerdo aquel impresionante ambiente. Siempre se dice que las finales hay que ganarlas. No comparto tal aseveración. Siempre es mejor ganarlas pero, sobre todo, hay que vivirlas y disfrutarlas y aquel equipo se olvidó de divertirse como lo había hecho en las eliminatorias previas. Se creó una responsabilidad mayor de la que podía soportar y para cuando se dio cuenta era demasiado tarde.

De ahí al lejano y sombrío casino de la ciudad alemana nos trasladamos en un autobús repleto de personas con el rostro contraído, cabizbajos, sin hablar siquiera; si nos hubiéramos dirigido a un funeral no lo habríamos hecho tan compungidos. La cena fue una de las peores que he vivido. Después de quince años sigo creyendo que lo realizado era para estar orgullosos y motivo de fiesta, pues estaba muy por encima de nuestras verdaderas posibilidades. Fueron con diferencia las peores horas de aquel día; de ellas guardo un recuerdo muy triste y deprimente. A continuación, sin descanso, a tomar el avión que nos traería de vuelta a casa para, al menos, celebrarlo con la afición en el lugar y hora habituales. Vista la importancia que la fecha ha tenido en la vida del Alavés, uno se da cuenta verdaderamente de lo realizado aquel lejano 2001, a pesar de haber salido perdedor en un encuentro que fue calificado por la UEFA como uno de los diez mejores de la historia de las finales. El partido se perdió, sí; pero nunca una derrota tuvo tantas muestras de admiración general. El fútbol fue cruel con el equipo modesto.