NIJMEGEN - “Todos queremos estar en el podio. Se cotiza mucho. Ahora se disputan todas las rayas”, reflexionaba Omar Fraile cuando se le cuestionaba por la velocidad endiablada, por la competencia feroz, del ciclismo actual, donde no se regala ni un saludo después del desayuno. De buena mañana en Arnhem, el día azul, el sol intenso, alegre la cuneta, un desembarco de ánimos en cada costura de Holanda, donde respira dicha el Giro, Omar Fraile continuaba en trance. Un poco como Stendahl en Florencia, abrumado por la belleza, superado por la cascada de sensaciones. “Es una pasada”. El santurtziarra, novicio en la carrera italiana, ve el mundo que le rodea con los ojos en cinemascope, a ritmo del videoclip de Jump, de Van Halen, la banda que nació en Nijmegen, donde se enroscaba la meta. Eddie, uno de los vecinos más sonoros e ilustres del lugar, promulgó el tapping, una técnica para tocar la guitarra eléctrica que sorprendió a todos. Una revolución. Para que nadie le rastreara la magia, su abracadabra, Eddie tocaba de espaldas a la muchedumbre. Fraile, pionero en el Giro, prefirió mostrarse de frente. Su aventura requería público y él quería verle la cara. Vivirlo. Sentirlo.

Fraile, de natural inquieto, con la carta de libertad plegada en el dorsal, no tardó en encadenarse a una singladura a tres. “El equipo me lo propuso. Y siempre tengo buen olfato para coger las fugas. Hemos acertado, tengo el maillot de la montaña y mejor no se puede empezar”, apuntó el vizcaíno, que se enroló junto a Maarten Tjallingii (LottoNL) y Giacomo Berlato (Nippo) al tren de la ilusión para atravesar el paisaje holandés que roza con Alemania y con el recordatorio de los campos salinos abonados con la sangre de la Segunda Guerra Mundial. Por donde transitó la misión de paz de Fraile antes cayeron bombas y los paracaidistas de la mayor operación aerotransportada de la contienda bélica: Market Garden.

En los paisajes que crecen en Holanda, el país que estira la tierra mediante los polders; Dumoulin, líder de la carrera, dio permiso al terceto para que salieran de excursión. Un día idóneo para andar en bicicleta. El Giro pedaleaba en un carril bici. Silbaban los favoritos, protegidos por el mullido nórdico de sus equipos. Los kilómetros se deslizaban entre plantaciones de personas. Cabezas y gargantas a millares. Holanda se manifestaba con banderas, aplausos y sonrisas en favor de las bicicletas. El público tomó cada hebra de hierba de las cunetas, también las del interior de las rotondas, que en el país Orange no son un museo de esculturas intrépidas y cacicadas de mal gusto. El museo que se levanta es el de La Liberación, otro recuerdo de un pasado dramático.

En los campos verdes ganados al mar, navegó Omar Fraile con la brisa acariciándole la marcha. Berlato y Tjallingii también soplaron las velas para llenar la bodega con suficientes víveres. La pequeña tripulación se entendió con la mirada. Nibali, Landa, Valverde y Dumoulin, el hombre de rosa, dejaron hacer. Lo suyo era un día de pic-nic. Soltar las piernas, respirar tranquilidad y flotar. Cualquier esfuerzo extra resta cuando la recompensa es aún tan lejana, así que animaron la efusividad de Fraile, Berlato y Tjallingii. Los aventureros cohabitaron sin roces entre Arnhem y Nijmegen, dos localidades separadas por 16 kilómetros, pero que la organización estiró con un trazado armado a modo de un scalextric. Una recta por aquí, una curva por allá.

lucha por la montaña En ese circuito que era una llanura, las cumbres eran cosa de un puente y una loma minúscula pero brillante. Un diamante. Berg en Dal, que así se llama la colina, valía un potosí. Su cumbre suponía subir los peldaños del podio al final del día. Fraile, Berlato y Tjallingii conocían el premio que repartía una ascensión escueta, aplastada por el gentío. El santurtziarra, rey de la montaña de la Vuelta a España y de la Vuelta al País Vasco en 2015, gestionó la escalada con temple. Se acunó en el lado derecho del vallado para tener perspectiva y situar al resto bizqueando. Berlato, italiano, enjuto, percutió. Gatillo fácil. Omar Fraile se guardó un segundo. Tiene reprís. Midió y arrancó. El holandés trató de domesticarle. En vano. Fraile holló la cumbre. Su botín estaba ahí, en esa caja fuerte. Respiró y se dejó llevar. Los fugados bajaron los decibelios y se entregaron a 20 kilómetros de Nijmegen, la ciudad que los aliados arrasaron al confundirla con Cléveris, Alemania. El destino o más bien la potencia y la velocidad quisieron que fuera un alemán; fuerte, rubio y rapidísimo quien conquistara el triunfo. Markel Kittel gobernó el sprint con una autoridad absoluta. Pasmosa. Nadie pudo sostenerle la mirada. Para él fue el beso de su chica, el champán y las flores de meta. Omar Fraile también subió al podio. Mordisqueó un trozo de gloria vestido de azul, el color del rey de las cumbres del Giro tras coleccionar una montaña rosa.