Encamp (andorra) - “La libertad me la he cogido yo”. Se rebeló Mikel Landa en Andorra. De hecho y de palabra. Al fin un hombre libre, arrancadas las ataduras, despojado de la cadena que le ató en corto durante el Giro, cuando desde su equipo, el Astana, le apretaban el gaznate para que diera paso a Fabio Aru, el chico que mima el sabio Martinelli. En Cortals d’Encamp, el alavés, con su futuro en el Sky, alegó objeción de conciencia. Insumiso. Mikel Landa pedaleó por él, mirándose al ombligo, acariciando su amor propio, la dignidad que le dañaron en Italia, esa que le caía en lágrimas de rabia a pesar de ser tercero en Milán. Esclavo de la estrategia de su escuadra, aprendió Landa a ser libre en una jornada épica. Un incunable del ciclismo moderno. “En mi hambre mando yo”, cuentan que le gritó un jornalero a un cacique del pueblo que pretendía comprar su voto con una limosna que mitigara su hambre, su pobreza. Aquel hombre, sin embargo, era digno, rico de espíritu. A veces, la voluntad de un hombre no se puede comprar. Con ese material, el de la valentía, lejos del servilismo, fabricó Mikel Landa una corona para entronizarse en Cortals d’Encamp. Monarca en la etapa reina. Rey de reyes. El currículo de Landa enlaza días gigantescos: Madonna di Campiglio, Aprica y Cortals. Un exuberante tríptico cosido con laurel. A la cima de Cortals d’Encamps llegó como lo hacen los héroes. Un uomo solo è al comando. Landa, con la mirada vigilante hasta que arponeó la fuga buena, dejó a sus compañeros en las enaguas del último puerto que trazó el feroz lápiz de Purito, el creador de una Capilla Sixtina de la agonía. Sobre su azotea festejó Landa un triunfo rotundo, incontestable, que le sitúa en el imaginario colectivo de los grandes escaladores, corredores que producen emoción en la retina.
Firmó Landa un etapa para la memoria en un paisaje abrupto, picudo, punzante a cada pulgada, que salió de la juguetona mente de Purito, diseñador de un infierno montañoso. El averno talló la agonía, un canto a la desesperación y el padecimiento. En un paisaje donde la única soflama era sobrevivir, se proclamó Fabio Aru, enfatizado, nuevo líder de la carrera. Lo que subrayó a Aru destruyó a Chris Froome, una pila de escombros al final del día. El derrumbe del británico, solo sostenido su caminar por el orgullo de campeón que le rebosa, resultó absoluto. Froome, que vio la luz en Cumbres del Sol, se fundió a negro en Cortals. El británico se dejó nueve minutos en meta después de caer en el primer puerto y caminar a contrapelo durante una jornada salvaje. Lapidado para la Vuelta. No fue el único. El naufragio también alcanzó a Quintana, que, enfermo -pensó en abandonar-, apaleado por un perfil brutal, salió gateando de Andorra. Valverde, su compañero, tampoco sonrió. Sufrió. Se balancea a dos minutos de Aru, el más fuerte entre los que apuntan al corazón de la Vuelta. Aru y sus hombros que dibujan círculos mientras se inclina hacia delante subrayaron su candidatura a la carrera. Ese mismo deseo remolcó a un gran Dumoulin, conmovedor su esfuerzo para retener la casaca roja. En el peor escenario posible, se sobrepuso el holandés. No dimitió jamás. Aunque claudicó, Dumoulin apenas pierde medio minuto con Aru. A esa misma distancia danza Purito , el autor intelectual del recorrido que martilleó a los corredores.
El día, nuboso, el cielo enmoquetado en gris, a un viaje lunar del claustrofóbico sofoco de las jornadas precedentes que a tantos arrugó, enmarcó una etapa espeluznante. Una aventura para himalayistas. 5.000 metros de desnivel acumulados en media docena de puertos voraces, con los incisivos afilados como cuchillos. Se repartían tickets en la carnicería de Andorra. El frío de la hoja lo sintió enseguida Froome, derribado por una caída y desplumado más tarde en La Gallina, el puerto especial que dejó al británico solo con Geraint Thomas, su Sancho Panza. Para Froome, la Vuelta era un asunto quijotesco, una quimera. Donde Froome quedó aislado se atomizó el grupo de escapados que en el amanecer era de 18 hombres. Después se impuso el lema de camina o revienta. Landa, Sicard, Fraile, tres vascos, acompasados a Boswell, Atapuma y Poljanski sobrevivían en el frente. En la retaguardia, descontado Froome, Aru arengó a los suyos. Cobrada la cotizada cabeza del británico, Valverde y Purito se destacaron en el descenso, donde penalizó Dumoulin, que se encoló a las piernas de Pozzovivo antes del asalto definitivo a Cortals. En el campo base se saludaron Aru, Purito, Dani Moreno, Quintana, Valverde, Chaves, el líder...
Dueño de la montaña Para entonces, Mikel Landa se despidió de sus compañeros. Hasta pronto. No miró para atrás. Lo suyo era el horizonte. Su silueta, imperturbable, el maillot a dos hojas, ventilando el caballaje de su poderoso motor, se adueñó de la montaña. Rugía Landa. Aru, inquieto, obró igual que Mikel. Arrivederci. Se lanzó el italiano y solo Purito y Dani Moreno se engancharon a su rebufo hasta que el sardo masticó con más empeño los pedales. Quintana, Valverde, Dumoulin y Chaves lo vieron partir sin alzar la voz. Para cuando llegaron a su altura, Aru vestía de rojo. Landa, maravilloso escalador, delicioso su pedaleo, firme, sin fisuras, un tanto marcial, solo enfocaba la sonrisa que le aguardaba en la cima, donde el champán sabe mejor. Frío, no se puso nervioso, y burbujeante su ritmo, el alavés desplegó con fuerza las alas que lo llevaron a la balconada de Andorra, donde escribió otro capítulo de leyenda. Aru realizó el mismo camino. El cielo era azul Astana, celeste. Etapa y liderato. Un día perfecto. En el lado opuesto circulaban Froome, aniquilado; Quintana, enfermizo, y Valverde, opaco. Dumoulin, peleón, se sostuvo con dignidad, al igual que Esteban Chaves y Purito, dos escaladores puros. A esa estirpe pertenece Mikel Landa, el señor de la cumbres.