saint-jean-de-maurienne - “La montaña que viene es diferente y lo intentaremos, esperamos que sea un día bueno. Mañana (por hoy) jugaremos de otra manera”. Habla del futuro Nairo Quintana, del porvenir, del horizonte retorcido que le espera a Froome, el líder granítico, al doblar la esquina. Imagina el colombiano el balanceo de las herraduras de Alpe d’Huez, la montaña que venera Quintana. La mítica cima es el sueño de Nairo. “Todavía creo que puedo ganar el Tour”, dice el colombiano. Al calendario aún le resta una hoja para visitar ese altar. Entre tanto, Froome tamborilea los dedos satisfecho, colgado de una media sonrisa. El Tour, que se escurre por el desagüe de la capitulación, es aquí y ahora. En ese tiempo y en ese lugar, en el presente, nadie como el británico, de un pieza, intacto, fortalecido después de borrar de su almanaque la segunda jornada en los Alpes, que lo iban a ser todo, y, que de momento, son el marco montañoso donde desarrollar el hilo argumental de las victorias de los vencidos. Probablemente sean las más bellas.
Como la de Romain Bardet, bajo tierra en el aeródromo de Mende, enterrado entonces por el sepulturero Cummings, glorioso ayer en Saint Jean de Maurienne, donde se agarraba la cabeza para reponerse del estallido de felicidad tras un descenso inmaculado del Glandon, el gigante, la bisagra de la etapa. A esa terraza de sufrimiento se asomó Contador, descascarillado en Pra Loup, desvencijado, indomable y descarado en el Glandon, pedaleando amor propio. El corazón en la boca. “Quería probar, ver, no se ha conseguido nada al final” comentó en el madrileño, que era consciente de su debilidad, pero el orgullo, fuerza motriz incalculable, tiró de él hacia arriba. “Ha sido más atacar con el corazón que con las piernas”. El corazón que alimenta las telenovelas, que edulcora y enfatiza los pasajes del Tour, no alcanza, empero, para destemplar al caudillo Froome, un tipo duro, resistente, sin grietas. Sereno, el británico vigila las corrientes de la carrera desde su torre de control.
Nada escapa a sus cálculos, a su lectura, a su radar, instruido para perseguir únicamente a dos dorsales. Dos nombres. “Quintana y Valverde han sido más conservadores porque saben que si juegan al todo o nada, pueden arriesgar sus puestos en el podio”, explica el líder, consciente de su magnífico filtro. “Así que nosotros nos centramos únicamente en esos dos corredores”. Enfocada la atención, advierte el británico que está en forma, “mejor que hace dos años”. Hace un par de años Froome se retrató de amarillo en los Campos Elíseos. Con esa pose que exigen los grandes acontecimientos transita por el Tour. No le cambia el gesto a Froome. El mismo rictus a diario; las misma costumbres, la cotidianidad. La rutina. Este Tour, que cambia de paisajes, que reúne nombres de montañas extraordinarias, pero que repite etapas, es un canto al Día de la Marmota desde el instante en el que el potenciómetro de Chris Froome volteó la carrera hacia su caja registradora en la Pierre de Saint-Martin.
los intentos del glandon El péndulo de la etapa ordenó la refriega de siempre, el repiqueteo del fogueo. A falta de cinceles, alfileres para incomodar a Froome. Contador fue el primero en probar con la acupuntura. La intención nunca abandona al madrileño, pero las piernas no le acompañan como quisiera. Al menos, Contador alborotó el grupo, en el que Valverde, el flato enraizado en su organismo, se desajustó. El madrileño avanzó y conectó con el grupo que precedía a los candidatos. Su aventura, corajuda, resultó efímera. El banderazo de salida de Contador convocó a Nibali, otro que corre a toque de corneta, siempre dispuesto al combate. Guerrillero. Al repunte del italiano le dio réplica Quintana, que apenas se había despegado del velcro de Froome había girado el cuello. Otra prueba. Más gaseosa. Entre la espuma, de nuevo, Nibali. Pasos cortos, insuficientes ante la cadencia de Froome. El tintineo aceleró al grupo, que apresó a Contador en la corona del Glandon. Rehabilitado Valverde en el descenso, se congeló la lucha en el ático. Por delante, Bardet, al que rastreaba Rolland, boxeó un final mejor al de Mende. Se lo ganó en Saint Jean de Murienne. Allí, rotulador en mano, Froome tachó otro día a París.