MENDE - El alemán, ese idioma áspero, de aire marcial, sonoridad robótica y costuras complejas, se habla a toda velocidad en Francia. Sin pausa. A la carrera. Se expresa en él, más rápido que nadie, con el turbo puesto André Greipel, que esprinta con la fuerza de los sonidos guturales, salvajes, primitivos. Greipel, al que llaman Hulk, pero que se autodenomina Gorila, -la bestia gritona, agresiva, decora la unión del cuadro de su bicicleta en su parte delantera a modo de bandera-, por esa carcasa desmesurada que luce, es una manada de bisontes en estampida cada vez que descorcha los pedales entre el aroma de las flores de meta, el néctar con el que se alimentan los esprinters. El amasijo de músculos, tensos, de acero, que es Greipel, forjada su ilusión ciclista en las entretelas de Jan Ullrich, el rubicundo germano, vehículo de Alemania y el Tour en las tardes de julio frente al televisor, redactó en Valence su tercera victoria en el Tour. Greipel al cubo.
una jornada dura Solo Cavendish, el tipo de las 26 victorias en el Tour, le pudo en una volata que contralaba el alemán hasta que el velocista de la Isla de Man, más hábil, le sacó de plano colándose en un leve curva a un palmo de las vallas. En Valence, cicatrizada la escapada del día y el demarraje de Stybar, que intentó desprenderse del pelotón a 3 kilómetros de meta, no existía curva. Tampoco Cavendish. En el ring de Valence se encontraba John Degenkolb, un compatriota suyo. Otro esprinter fornido que pedalea a cabezazos. Comparten estilo y arquitectura. Kristoff, el noruego, otro velocista de alta gama, también merodeaba en la discusión por la gloria. El cuarto en asomarse fue Peter Sagan, tan cerca y tan lejos de la meta. Esta vez fue cuarto. Pelea a patadas en un día en el que se corrió mucho. Otra vez. “Parecía una etapa de transición sobre el papel, un día fácil para nosotros y un buen día para los sprinters, pero no fue así. Todo el día se ha ido a tope, no se ha parado. Ha acabado siendo una etapa muy dura”, describía Chris Froome, el líder.
De la velocidad del día, con los favoritos buscando el resguardo de sus equipos, aliviándose en lo posible antes del asalto definitivo a la última semana de la carrera, un concentrado de montaña alpina, brotó la velocidad terminal en Valence, el público entusiasmado en el encierro de los esprinters. En la jaula, se destempló el joven Coquard, el hombre rápido del Europcar, por el codo de Sagan. No hay espacio para todos. En un sprint no existen los debates. El argumento es hacerse con un hueco en una carrera de colonos en busca de las mejores tierras. Codos al aire. “En las imágenes, ya se ha visto. Estaba produciendo mi esfuerzo para tratar de coger el rebufo delante de Kristoff. Faltaban 250 metros, iba a tope y Sagan me ha tocado el codo. Aunque no he caído, me he desestabilizado”, protestaba Coquard. Gajes del oficio. “Es un sprint, es normal, estoy irritado, traté de luchar por mi espacio”. El joven francés, tercero en la sexta etapa, se encasquilló en medio de la jauría, varado, encerrado. La rabia empuñada en un brazo al cielo, protestando, Coquard dijo adiós a cualquier opción. El sprint no esperaba a nadie. Sagan, que sacudió la bicicleta, tampoco pudo posicionarse con ventaja. El eslovaco es rápido, pero para sobrepasar a los sprinters puros, necesita una ventaja posicional. No la tuvo. Así que, aunque voraz porque la lucha por el maillot verde nunca descansa, Sagan tuvo que renunciar. Kristoff, grapado en el dorsal de Degenkolb, y Edvald Boasson Hagen, en la chepa de Greipel, eligieron las mejores ruedas, las más fuertes. El lugar exacto. A rebufo trataron de derrocar a los alemanes. Imposible. Degenkolb y Greipel eran dos muros. Contra ellos se estamparon los esfuerzos de los dos noruegos. El pabellón alemán ondeaba en lo más alto. Se entabló entonces un diálogo sin palabras. Sordo. Respiración atronadora. Cortante. Dientes apretados, chirriantes. Dos panzer abriéndose paso a bocados por Valence. El último, el del paladar victorioso, perteneció a Greipel.