CAMBRAI - La estética no acompaña a Froome, el reverso de un ciclista con clase, tan extraño su pedaleo, tan exagerada su posición sobre la bicicleta, con esos codos que se abren. No es fotogénico el británico. Desgarbado, dislocada su pose, Froome siempre parece a punto de caer, de irse al suelo y que su carrocería huesuda, apenas la piel forrándole el andamiaje de varillas, se astille. Sobre el pavés, el maldito adoquín que cambia el gesto del pelotón, que le eriza el pelo, que lo convierte en un manojo de nervios, muchos imaginan a Froome en el suelo por su pedaleo de funambulista, cimbreante su caminar. El británico del potenciómetro, su mesa de estudio, es arrítmico, pero su pedaleo resulta muy eficaz, poderoso y eficiente. A su potencia, Froome ha sumado el coraje y la determinación en este Tour. No se arruga Froome. Su comportamiento sobre el pavés evidenció el aprendizaje de un corredor que ha endurecido el carácter, dispuesto a imponer su ley sacando los codos. Duro como un Kirchen.

Entre las pedregosas calzadas que cosieron el día, siete tramos de adoquín entre Seraing y Cambrai, donde alzó los brazos el portentoso Tony Martín, nuevo líder, un pelotón en sí mismo, con una ataque a falta de 3 kilómetros, el duelo entre los favoritos mostró en el escaparate la fortaleza de Froome, la osadía de Nibali, la dureza de Contador, rota la llanta en los últimos 25 kilómetros y el padecimiento de Quintana, un Robinson Crusoe en el pavés, un océano embravecido donde nadó a contracorriente. El británico que lanzó un nítido mensaje sobre el Muro de Huy, agarra el Tour por las solapas y no parece dispuesto a soltarlo salvo que se lo arranquen a jirones. Convencido de su fortaleza, eliminados los miedos y las dudas con el jarabe de la valentía y la determinación, Froome se hizo de piedra en el pavés. Sereno, con las ideas claras, no perdió el rebufo de los grandes especialistas, tipos que se deslizan en las calzadas a patadas, triturando los pedales para arar el pavés. El desfiladero de los adoquines convocó a una guerra de trincheras. Los acelerones previos para entrar en el embudo, a punto estuvo de sacar del ajedrez a Froome, en pugna por la posición con un Katusha.

Cerrada la aventura de Lieuwe Westra (Astana), Thomas De Gendt (Lotto-Soudal), Perrig Quémeneur (Europcar) y Frédéric Brun (Bretagne), la carrera se incendió con el combustible de los adoquines polvorientos a pesar de que la lluvia amenazó con convertir el infierno de piedra en un lodazal. Con el cielo en barbecho, el celeste del Astana se empeñó en mover el tablero. Más madera. Es la guerra. Nibali, que el pasado año reventó el Tour en los adoquines, afiló su instinto. Su aleta de tiburón, visible. El italiano, obligado a afeitar segundos a Froome, ordenó la carga de la caballería. Boom y Westra actuaron de avanzadilla para agitar el avispero. Cada tramo era un cortometraje de suspense Hitchcockiano. Nibali ejercía de director. Controlaba el filme plano a plano, tramo a tramo. Froome, obstinado, se cosió a su dorsal. Mecido por Geraint Thomas, Froome no se achicó ni un dedo. Contador, con el parapeto de Sagan y Kreuziger, siguió el rastro de ambos de cerca. Nairo Quintana, ligero, peso pluma, tuvo que sobrevivir con el intensivo de las clásicas de primavera. Sin demasiado apoyo cuando más feo se puso el panorama.

Momentos de tensión Después de varios arreones del Astana, de la aparición en tromba del BMC, Van Garderen contó con un séquito de fieles entre las piedras, del alboroto del IAM, capitulado el penúltimo tramo de pavés, el más largo, brotó un amago de tormenta provocada por el insaciable Nibali, dispuesto a pelear cada palmo como si no hubiera mañana. En esa ola se subió inmediatamente Froome, que incluso comandó la revuelta. En el grupo coincidieron Degenkolb, Van Avermaet, Tony Martin, Geraint Thomas y Valverde, entre otros. Era una manada de bisontes en estampida. Contador perdió el hilo, al igual que Quintana, doliente en el pavés. La herida, abierta, sangraba. Por detrás no había cirujano capaz de cerrarla a pesar del empeño del Tinkoff, que enfiló hacia el grupo de Froome y Nibali. Ambos estiraron aún más la velocidad hasta que aquello se convirtió en una Torre de Babel ingobernable. Vidas cruzadas. Por esas corrientes internas que contiene el ciclismo, amanecieron las dudas. El desacuerdo se instaló en el club de los elegidos y llegó el ocaso de la que parecía una gran oportunidad para Froome y Nibali, los hombros en alto ante una oportunidad que se les escapó por el desagüe. Contador y Quintana, a un palmo de conceder más tiempo, festejaron con alborozo las desavenencias entre los primeros.

Restablecido el status quo, emergió el caudaloso Tony Martin, grandioso una vez más. El alemán, en cascada, no se lo pensó y decidió irse a por la etapa a tres kilómetros de meta ante la elucubraciones del grupo, a cámara lenta. Boqueando cada metro, asfixiando los pedales, estrujándolos, acoplado sobre la montura de Trentin, que le prestó la bicicleta cuando pinchó, no hubo nadie capaz de domar a Martin. De prestado, Tony Martin celebró el triunfo en solitario en el suelo de Cambrai que le elevó al liderato del Tour después de que entre las piedras del camino, Froome sacara los codos y Nibali mostrara su orgullo.