ver la Gran Vía sin coches, sin tráfico, entrar por allí solo, toda para ti... uff”, describe Igor Antón, los ojos alegres, la mirada pizpireta, enfundado en su piel azul, con esa M en el pecho que le da un aire de superhéroe, plantado en medio de la Gran Vía, su calle, en su ciudad, “otros han nacido en Barakaldo, pero yo he nacido en Bilbao”, se alegra el galdakoztarra entre los paseantes, la gente que va y bien, tan refractaria al revuelo, tan reservada, tan tímida. Solo los coches que cimbrean por los cruces, los autobuses rojos, los de Bilbao, verdes, los de Bizkaia, se detienen mirando a un chico que paralizó una ciudad entera, al borde del colapso emocional el 9 de septiembre de 2011. “El día que más sensaciones he tenido encima de una bicicleta”, determina desde ese rostro barbilampiño, expresivo, aniñado. Igor Antón festeja sus recuerdos entre sorbos de un té verde y sonidos de jazz, amparado por un chaqueta acolchada. Está contento, con ese barniz de ingenuidad e ilusión que acompaña cada sílaba de su discurso, en el que se apelotonan las postales de un día perfecto, que cantaba Lou Reed. “Me gusta recordar todo aquello”. Aquello es un mundo, un universo en el que se concentran “la piel de gallina, la euforia, las mariposas en el estómago, los sms, las llamadas, las felicitaciones”, y aquella enhorabuena de Iñaki Azkuna, que le dijo desde esa voz tan operística: “Chaval, solo te falta ser Alcalde de Bilbao”.
Igor lo fue un día soleado de septiembre, viernes, en el desagüe de la Vuelta a España, en la 19º etapa, cuando brincó en El Vivero, un hervidero naranja, miles de aficionados jaleándole, alimentándole la chispa, la familia voceándole ánimos, los amigos que habían maquillado la cuesta de su vida, pintándola con su nombre, con su mote, Fuji, por la marca de la primera bicicleta que tuvo y por la que escalaba la cuesta de Elexalde. En el suelo, pintada una apuesta: “Una alubiada si ganas”. En El Vivero se esculpió el ciclismo de Antón desde pequeño. Desde su segunda casa abrió, de joven, la puerta al sueño de Bilbao. “Los días antes de la etapa ya estaba nervioso y alguno bromeaba: te imaginas si ganas, pero no lo piensas, no sé...”. La noche anterior a la tormenta perfecta, Igor Antón hizo las paces con su destino, o quién sabe si con su memoria. Durmió junto al equipo en el hotel Los Pasiegos, en Hoznayo, el mismo en el que debía haber pernoctado un año antes. “No pude hacerlo porque aquel día acabé en el hospital”. Fue el día en que Antón se dejó la Vuelta a España en una caída. “En ese aspecto creo que cerré un círculo”.
Obcecado Antón Había saldado cuentas pendientes Igor con sus cicatrices, con lo que pudo ser y no fue, con el condicional, el asfixiante: y sí... Ese desafío tan perseverante. Menos que su deseo, en cualquier caso. “Aquel día estaba obcecado, más tozudo que nunca. Quería dejar mi sello, aunque fuera pequeño, en Bilbao”. Obstinado, sin peso en la general -“eso fue una ventaja”, matiza-, Antón quiso atarse a la cordada que le llevara hasta la capital vizcaína. “Creo que hasta eché un juramento por no coger una escapada que se formó. Me costó Dios y ayuda coger la escapada buena”. Activo, cabezota, irreductible, logró tachonarse al corte bueno pasado Laredo, en Liendo. Era su oportunidad y la de ser el primero en entrar en Euskadi 33 años después de la última visita de un pelotón de la Vuelta. “A los compañeros de fuga les dije que me hacía ilusión pasar el primero”. Sopuerta saludó a Antón. “Ya eso me hizo muy feliz. Disfruté de cada kilómetro”.
Esa sensación de gozo se disparó en el primer paso por El Vivero, su cumbre. No posee la mística ni la púrpura del Zoncolan, en Italia, su mejor victoria “en lo deportivo”, reconoce, pero nada le sostenía la mirada en lo emocional a El Vivero aquella tarde de luz espléndida y elevada temperatura. El Vivero era un templo teñido en naranja que bramaba en favor del vizcaíno. Un mole de aficionados hizo levitar a Antón. “La primera pasada subí mirando a la gente, disfrutando, como si fuera un espectador más. Era impresionante todo la gente que había”. Era la misma estampa en otro tiempo. La postal de Loroño atacando en Sollube la Vuelta de 1956. Gente y más gente. El pueblo como cuneta, soporte y muelle. Una gozada.
El alzamiento de Igor se produjo en la segunda pasada por la cima, donde su familia le encuadraba. “Una de las imágenes más bonitas que tengo es la acuarela que pintó un gasolinero amigo mío. Es de ese momento”. A partir de ese instante, el del galdakoztarra es un viaje onírico, alucinante, lisérgico, a otra dimensión. “Los sueños son la energía que nos mueven, ¿no?”, dice el ciclista. El de Igor Antón era del tamaño y el brillo de titanio del Guggenheim, un icono. “Uno de los símbolos de Bilbao. Pasar en cabeza por allí también era bonito, no te creas”. Una instantánea de un “niño pequeño” animándole a su paso, desatado, es otra de las polaroids que retiene de su gran día. Igor, piel naranja, la de Euskaltel, los colores que defendía, el color de una idea.
Esa estela anaranjada, “mi pensamiento era que no desfalleciera, que siguiera pedaleando con fuerza”, indica Antón, giró a la derecha para encontrarse cara a cara con la Gran Vía, la avenida del ciclismo bilbaíno, el centro del mundo entonces para el vizcaíno. “Cuando gané dije que lo hice en la capital del mundo. Tiene algo de fanfarrón, pero no sé... Lo sentía así”, diserta el ciclista vasco, que habla desde los ojos, muy abiertos, asombrados. “Girar a la derecha y quinientos metros”. Lo cuenta Antón y parece la voz de un gps entusiasmado. Esa recta con las fachadas señoriales, perfiladas por el peso de la historia de la villa, dibujadas por una arquitectura elegante y rotunda, desierta de coches, abrumada de aficionados en sus márgenes, el rompeolas de la gran marea, era de Igor Antón. “En cuanto giré y vi todo aquello, noté la piel de gallina”. Antes de que la dermis respondiera al escalofrío de la emoción, de la dicha, giro el cuello para asegurarse de que nadie se colaba en el retrovisor. Era tiempo de disfrutar, de paladear una sensación única, incomparable, imbatible. “En el Zoncolan, por ejemplo, la felicidad fue muy grande, pero lo de Bilbao fue diferente, más intenso”. La villa, la tarde encendida, el ánimo incendiado, era una caja de resonancia magnífica. Una sinfónica de ruido y jolgorio. De éxtasis a los pies del Sagrado Corazón.
En medio del torbellino, el pedaleo de Antón, un paseo por las nubes. “Estaba convencido de que no se me escapaba la victoria y traté de disfrutarla al máximo”, desgrana desde el archivador de recuerdos, tantos y tan maravillosos aquel día que se deslizaba hacia el otoño. “Entrar solo es poder sentir las mariposas en el estómago”. En la tripa del vizcaíno volaban las más bonitas, a millares. Antón estaba en el cielo, sin capa, pero volando en el apoteosis, en la adrenalina. Era el tipo más feliz de la tierra o se le acercaba mucho. Miguel Madariaga, manager de Euskaltel-Euskadi, le recibió con ese orgullo que muestran los padres cuando presentan a los buenos hijos. Antón, que había saludado con la mirada a su familia en El Vivero, a su padre y a su madre, fallecida el pasado año - “me gustaría dedicarle una victoria”, anuncia”-, a su hermana, no volvió a pisar la tierra en la Gran Vía. Ingrávido, el suyo era un viaje a la Luna.
Desde que dejara su huella en el corazón de Bilbao, -“un pequeño granito para la historia de la ciudad”, apunta con ese gesto tan suyo; despreocupado y humilde-, Igor Antón, sereno, contento de lo que es, mira a la gran calle sabiendo que un día fue suya, que le perteneció, que les robó el corazón a miles, que repartió felicidad y que recibió un océano de cariño y entusiasmo. Años después camina hacia otro encuentro con la ciudad y El Vivero, que en los entrenamientos ha subido por la parte más dura. “Habrá que tensar si se puede”, bromea con esa sonrisa aniñada. En la Gran Vía, último día de marzo de 2015, el cielo de patchwork gris, el quiosco de los helados esperando mejores días, el río de la vida continúa. Los escaparates se renuevan, algún edificio repara su fachada y la estatua del lehendakari José Antonio Aguirre mira a Alameda de Rekalde. Por allí asomó Antón en 2011. Se despide Igor, abrigado, en 2015. Acelera el paso. Le espera el masajista que le cuida las piernas que revolucionaron Bilbao. Igor pide con la mano a un Bilbobus que aminore la marcha. Aquel héroe que paró Bilbao es hoy el muchacho de la Gran Vía que pide permiso para cruzar.