Un coche fúnebre, donde era transportado el cuerpo de Francisco Javier Romero Taboada, una veintena de heridos y un puñado de detenidos es el corolario a un domingo negro, de sangre y vileza, a orillas del Manzanares, donde se citaron Frente Atlético y Riazor Blues para pegarse hasta la muerte, un denominador común de las hordas de ultras, ejércitos de sujetos violentos que se arremolinan al calor del fútbol para incendiarlo. Las salvajes antorchas que iluminan el fútbol han encontrado refugio durante décadas en los clubes de la Liga, equidistantes, cuando no condescendientes, con la bilis de la violencia ultra, un coro donde se mezclan sin filtro delincuentes disfrazados de apasionados hinchas. En las últimas dos décadas la alegre muchachada ha aterrorizado los estadios con su muestrario de bengalas, puños americanos, palos, navajas, parafernalia paramilitar, cánticos estremecedores, insultos, amenazas, agresiones y muerte.

En ese tiempo y frente a ese lenguaje de violencia, el fútbol, el espectáculo con mayor poder de convocatoria, que hunde sus raíces en la cultura popular, ha actuado de vínculo, de catalizador y también de nutriente de un buen número de grupos salvajes, pelotones de sujetos con la tripa llena de odio hacia quienes se les ocurra. Un ejército que las autoridades han ninguneado, encapsulándolo dentro del fenómeno fan, que no es otra cosa que la abreviatura de fanático. Los ultras como parte de la liturgia del fútbol, como un elemento más de su paisaje. Sucede que en su metástasis, el fenómeno ultra, tan pegado a los escudos de los clubes que en algunas ocasiones se confunden, puede provocar el fallo multiorgánico del fútbol español, que precisa cirugía de urgencia si no quiere acabar como el Calcio, donde los ultras a punto estuvieron de adueñarse de la competición. Las medidas coercitivas de las autoridades atemperaron a los ultras, pero de paso las gradas del resto de aficionados se vaciaron en buena medida. La gran mayoría no quiere convivir con grupúsculos violentos.

“Vamos a elaborar un listado de los grupos ultras para decidir expulsarlos de nuestros estadios y ponernos un plazo para hacerlo y acabar con ellos. Queremos eliminar completamente a estos radicales del ámbito del fútbol”, advirtió Miguel Cardenal, secretario de Estado para el Deporte. Cardenal puso de ejemplo sin nombrarlos, al Real Madrid y al Barcelona, clubes que se deshicieron de los Ultras Sur y los Boixos Nois, respectivamente: “Si hay equipos que han realizado ese complicado viaje, por qué no lo van a realizar otros”. La invitación de Cardenal es una orden. Se antoja el principio para erradicar la ponzoña que ha envenenado al fútbol durante décadas ante la permisividad de las autoridades, más dispuestas a escurrir el bulto que a atajar una ulcera que sangra y que también mata. Javier Tebas, presidente de la Liga de Fútbol Profesional (LFP), espantado por lo sucedido en las proximidades del Vicente Calderón, vociferó que “es el fin de los ultras”. “La fecha en la que estamos es ya un antes y un después con lo que tiene que ver con la violencia en los estadios de fútbol y lo van a comprobar en breve”, abundó Miguel Cardenal. Los rectores del fútbol español acordaron medidas drásticas. Los clubes que amparen o colaboren con los ultras se exponen a la pérdida de puntos o al descenso de categoría. En el cónclave, LFP, CSD y FEF también decidieron que cuando se detecten graves insultos o gritos xenófobos se castigará a los clubes con el cierre parcial de los estadios. A las medidas coercitivas se les debe sumar altas dosis de educación en valores que repudien la violencia.

con retraso Las prisas de hoy fueron durante demasiados años, -el lunes se cumplen 16 años del asesinato de Aitor Zabaleta, un simple aficionado de la Real Sociedad, por parte del ultra Ricardo Guerra, que pertenecía a Bastión, el grupúsculo más violento del Frente Atlético-, un manto de silencio y una actitud permisiva con los vándalos. Imperaba la escasa voluntad a poner coto a semejantes grupos, compuestos en muchos casos por personas con antecedentes penales. Salvo alguna isla, no existió una voluntad real para acabar con el problema, ha denunciado en multitud de ocasiones Esteban Ibarra, presidente de Movimiento contra la Intolerancia y Vocal del Observatorio de la Violencia y el Racismo en el Deporte. La vista gorda aplicada por responsables institucionales, deportivos y políticos con la gangrena que corroía el fútbol ha desembocado en varias muertes dentro y fuera de los estadios. Además, como si la problemática no fuera con los clubes, algunos de ellos han vendido entradas, han cedido locales dentro de sus instalaciones para que los ultras dejaran allí sus enseres, o han financiaban viajes a los ultras, encolumnados tras banderas e ideologías (extremas, de derechas o de izquierdas) de quita y pon para justificar su violencia. En esa amalgama, no son pocas las poses de futbolistas junto a ultras de todo tipo y pelaje a cambio de un salvoconducto para no ser señalado. Los ultras también se han dedicado a cobrar su particular impuesto para garantizar la tranquilidad del extorsionado.

Joan Laporta, que no cedió al chantaje de los violentos, vivió con angustia y guardaespaldas cuando eliminó a los Boixos Nois del Camp Nou. El expresidente recuerda aquella etapa de persecución, amenazas y presión como un infierno personal. Florentino Pérez, que decidió borrar a Ultras Sur del Bernabéu cuando estos tenían disputas internas, también padece episodios infames, como el de la profanación de la tumba de su mujer. Los ultras, dueños de la violencia, y autoproclamados guardianes de las esencias de los clubes, -una de las grandes falacias-, fueron eliminados del fútbol inglés y del alemán y es en esos estadios donde se registran las mejores entradas, donde el fútbol es un espectáculo para la familia. Si bien los ultras son la cabeza visible de la violencia, el fenómeno no es solo exclusivo de estos grupos.

más allá de los ultras La problemática se extiende a otros ámbitos de la sociedad, que si bien no alcanza las nauseabundas cotas de la que hacen acopio los ultras, no deben subestimarse. “Nunca he recibido un insulto en un estadio inglés. Aquí sí, hace quince o veinte días, un tío se pasó el partido insultándome”, apuntó Ancelotti. El insulto es un clásico de todos los campos de fútbol, desde alevines hasta el fútbol más mediático. “Es un problema de educación y de cultura. Somos latinos, y hablo como italiano y no como español. Podemos mejorar mucho”, dijo el técnico.

La suspensión de partidos por cánticos ofensivos, racistas o xenófobos es una medida que ya funciona en Inglaterra, donde se desterraron a los hooligans bajo una política de tolerancia cero, aplicando para ello políticas drásticas desde hace 25 años. Una inmensa tragedia aceleró el proceso. En Hillsborough, el 15 de abril de 1989 (95 personas murieron aplastadas contra las vallas del estadio, en Sheffield, en una semifinal de la FA Cup que enfrentaba a Liverpool y Nottingham). El Gobierno británico atacó el problema desde su origen. Prohibió la entrada a los campos de los violentos por un periodo mínimo de tres años. Agentes secretos se infiltraron entre los violentos y tacharon a 5.000 radicales, individuos a los que impidieron acceder a los estadios. Los clubes también sumaron. Sus propios equipos de seguridad pusieron la lupa sobre los hooligans y los extirparon. “En Inglaterra se han hecho muchas cosas y muy bien”, explicó Ancelotti.

El fútbol español pretende ahora importar el modelo de la Premier en un hábitat, el de la Liga, que se encuentra a un viaje lunar de distancia. La educación y la deportividad en las gradas no son precisamente las señas de identidad en la mayoría de los campos del fútbol español. Abundan los cánticos ofensivos de diversa índole dependiendo de los contendientes, pero esa diversidad tiene como denominador común el insulto y comportamientos muy poco edificantes. La violencia verbal e incluso la física -las agresiones no son episodios aislados si bien van a menos-, también está presente en muchos partidos de categorías inferiores. La violencia se ha frivolizado desde edades tempranas no solo entre aficionados, sino también entre entrenadores, clubes y ciertos medios de comunicación, muy dados al lenguaje belicista, a la sobreprotección de los propios y al desprestigio de los rivales en un lenguaje de ellos o nosotros. Esos comportamientos, demasiado arraigados en toda la pirámide de la cultura futbolística, son un “caldo de cultivo” de un ambiente “inaceptable”, destaca Cardenal. En la cruzada contra la violencia, el CSD pretende ser inflexible. Cualquier cántico ofensivo “será sancionado con el cierre del campo o de la grada desde donde hayan emanado los insultos”. El ambiente inaceptable al que se refiere Miguel Cardenal lo ilustró Eduardo Galeano en el delicioso libro Fútbol a sol y sombra, una obra que disecciona el fútbol, sus maravillas y miserias.

“A fines de los años 60, el poeta Jorge Enrique Adoum regresó al Ecuador, después de mucha ausencia. No bien llegó, cumplió con el ritual obligatorio de la ciudad de Quito, se fue al estadio a ver jugar al equipo de Aucas. Era un partido importante y el estadio estaba repleto.

Antes del comienzo, se hizo un minuto de silencio por la madre del árbitro, muerta en la víspera. Todos se pusieron en pie, todos callaron. Acto seguido, un dirigente pronunció un discurso destacando la actitud del deportista ejemplar que iba a arbitrar el partido, cumpliendo con su deber en las más tristes circunstancias.

Al centro de la cancha, cabizbajo, el hombre de negro recibió el cerrado aplauso del público. Adoum pestañeó, se pellizcó un brazo; no podía creer. ¿En que país estaba? Mucho habían cambiado las cosas. Antes, la gente solo se ocupaba del árbitro para gritarle: ¡hijo de puta!

Y empezó el partido. A los quince minutos estalló el estadio: gol de Aucas. Pero el árbitro anuló el gol, por fuera de fuego y de inmediato la multitud recordó a la difunta autora de sus días. ¡Huérfano de puta! rugieron las tribunas”.