Hubo un tiempo donde Natxo González Sáenz era simplemente Natxo. A secas. Ni José Ignacio ni desde luego González. Sólo Natxo. Un póker de palabras tan sencillo como la propia personalidad del vitoriano, exjugador amateur en el pasado y desde hace un tiempo entrenador de fútbol profesional. 25 años después de su bautismo oficial en las categorías inferiores del Ariznabarra, ayer recogió en Madrid el premio Ramón Cobo al mejor entrenador de Segunda B de la pasada temporada, un prestigioso galardón que cada año concede el comité de Entrenadores de la RFEF que preside ese dinosaurio del fútbol español llamado Vicente Miera.

En la Ciudad del Fútbol en Las Rozas, rodeado de colegas, medios y curiosos, compartió ayer foco el alavés con Fran Escribá como mejor entrenador de Segunda División y Philippe Montanier, ex de la Real Sociedad, en la primera categoría del fútbol español. Un pódium singular para engordar un álbum familiar que no cesa de crecer y que el técnico vitoriano comenzó a editar a mediados de los años 60, cuando cruzó las puertas por primera vez del colegio Hogar San José.

En sus aulas, pero sobre todo en su patio, comenzó a tejer pronto su particular idilio con el balón. Le acompañaron en aquellos primeros recreos de gambetas y goles los mismos amigos que hoy conforman su extensa cuadrilla, un grupo fiel que mantiene vivo los mismos valores de siempre y le ayuda a mantener el rumbo cuando es preciso. Aunque en realidad tampoco mucha falta le hace, puesto que la humildad y el trabajo siempre han venido de serie en el adn de la familia González Sáenz, oriunda de este popular barrio vitoriano.

de el prado a ibaia

Nueve años en el Alavés

Por eso gran parte de su éxito se explica precisamente en su pasado y en un entorno de sueños y hambre de fútbol que forjaron un carácter ganador. "Sólo había calle y fútbol, así que era difícil que alguno de la pandilla no hiciera algo de carrera con el balón o al menos lo intentara", explica uno de sus amigos en la misma plazoleta de la calle Castillo de Ocio donde empezó todo. Lo intentó primero como jugador, aunque sin mucho éxito. Militó en categorías inferiores de clubes modestos como el Ariznabarra, el Alegría o el Aurrerá, e incluso llegó a destacar en fútbol sala -jugó en el mítico Burguer Saxo-, pero a los veinte años decidió colgar las botas. No existen crónicas de la época pero sí sensaciones y comentarios de barrio que recuerdan a Natxo González como un delantero habilidoso y muy técnico, dotado además de una buena visión del juego.

Sin embargo se ve que a esas alturas ya había asumido que el rol de entrenador tal vez podría ofrecerle más alternativas profesionales. Así que se lanzó a por los títulos mientras compaginaba su trabajo en una empresa local con los entrenamientos en el fútbol base. De aquella época, recuerdan hoy algunos exjugadores a los que dirigió, destaca ya por su minuciosa forma de trabajar, tan metódica como rigurosa y siempre amparada en la pizarra, a la que hoy continúa sacando chispas. Y de aquella fijación por el control del juego, los tiempos y la presión en bloque da idea una anécdota común de aquellos días, y que relata uno de sus antiguos pupilos: "Había entrenamientos en los que el campo se parecía más a una pista de un aeropuerto que a un terreno con tanto cono y tanta pica".

Con las licencias bajo el brazo -logró los títulos Juvenil y Regional pronto- fueron llegando las responsabilidades y también los primeros éxitos, que aunque fueran menores, siempre los ha considerado determinantes en su carrera. La temporada que dirigió al Preferente de su club de origen, por ejemplo, fue uno de ellos, un punto de inflexión importante a la hora de manejar los tiempos de un vestuario. Explica los motivos un viejo colega de profesión: "Aquel grupo era fantástico, tenía muchísima calidad, un desparpajo terrible y unas costumbres muy sanas como quedar a desayunar en el Jandrín los días antes de partido".

Aquellas concentraciones matinales, sin duda, marcaron una época y los logros en el modesto club barrial pronto llamaron la atención de los grandes. Era, y continúa siendo hoy, una ley no escrita en el mundo del fútbol: que el pez grande se lleve al chico. Y así ocurrió con el Deportivo Alavés, que llamó a su puerta en 1994 y le obligó a mudarse de la zona de El Prado a Ibaia, estableciendo durante nueve temporadas su nuevo laboratorio en el conjunto albiazul. En este periodo, entre otros, hizo grande al Juvenil de División de Honor, al que llevó hasta una histórica final de Copa del Rey en Toledo frente al Betis -perdieron en la tanda de penaltis-, y contribuyó al ascenso del filial a Segunda B.

También de aquellos tiempos data su título de Entrenador Nacional, que obtuvo en el verano de 1999. Fue un mes de junio enclaustrado prácticamente en Zaragoza donde recibió diversas materias a cargo de técnicos del prestigio de Iñaki Sáez o preparadores físicos como Lorenzo Buenaventura, hoy en las filas del Bayer de Munich con Pep Guardiola, su eterno valedor.

se la juega con el reus

Deja familia, trabajo y amigos

El ascenso a la división de bronce con el filial del Deportivo Alavés fue el primero de los cuatro que adornan hasta la fecha su curriculum y el punto de partida de una época fundamental en su carrera, su fichaje por el modesto Reus catalán. Ahí se la jugó. Consciente de las pocas posibilidades de seguir creciendo dentro del fútbol alavés -nunca lo tuvo fácil con el equipo directivo que entonces presidía Gonzalo Antón-, puso tierra de por medio, dejó familia y amigos en Vitoria y se comprometió con la entidad catalana en el verano de 2003. Fueron cuatro temporadas doradas en las que comenzó como directivo deportivo y que dieron paso a una nueva aventura en el histórico Sant Andreu, que entonces presidía el singular Joan Gaspart, el eterno exvicepresidente del F.C. Barcelona entre 1978 y 2000.

En la entidad andresense permaneció el vitoriano otros cuatros años de ascensos y triunfos como el de la Copa Cataluña el 8 de octubre de 2008, dejando en la cuneta contra todo pronóstico a dos primeras como el Espanyol y, sobre todo, el todopoderoso Barça de Messi, Iniesta, Xavi o Valdés.

Fueron días de gloria que sin embargo nunca terminaron por alterar su carácter, que de algún modo ha continuado atado a su Ariznabarra natal, donde los resultados siempre fueron la consecuencia del trabajo bien hecho. Ayer en Madrid recogió los frutos del realizado la pasada temporada. Fue una jornada festiva en la que estuvo acompañado por el presidente de la entidad alavesa, Alfonso Fernández de Trocóniz, y un nutrido grupo de colegas y amigos a los que el presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), Ángel María Villar, saludó personalmente en el hall de la Ciudad del Fútbol. "Estoy satisfecho qué duda cabe, porque premios de esta importancia no se reciben todos los días, pero el reconocimiento lo hago extensible a toda la gente que el año pasado me acompañó en el ascenso, al club y a la afición", valoró el técnico en Radio Vitoria. El triunfo de Natxo González, por qué no decirlo, puede considerarse el triunfo del fútbol modesto y la recompensa a muchos años de trabajo y sacrificio al servicio de un sueño. El mismo que un día imaginó mientras gambeteaba en las canchas destartaladas de Ariznabarra. El barrio donde empezó todo.