Vilagarcía de Arousa. En Rayuela dice Cortázar que después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás. Tiene narices que sea un ciclista el que tenga que desmentir a un premio Nobel que nunca lo ha sido.

Ayer, es cierto, Chris Horner, 42 años dentro de unas semanas, subió el último kilómetro del Mirador de Lobeira con la cara en la nuca mirando desesperadamente para atrás. Trataba de calcular la distancia que le separaba del pelotón donde Valverde y Purito subían con el dedo posado en el gatillo, esperando salir disparados. Dominaban la distancia. O eso creían. Fallaron. Cuando despegaron era tarde. En meta se encontraron con la nuca Horner. Su cara estaba al otro lado. Sonriendo. Era el más feliz. Y el más viejo. Nadie antes había ganado una etapa y había vestido el maillot de líder de una grande con tantos años -41 años y 307 días, mientras que Pino Cerami ganó una etapa del Tour del 63 con 41 años y 92 días y Andrea Noé lideró el Giro de 2007 con 38 años-. Cortázar no tenía razón.

Ni los que creyeron que era una buena idea cruzar el puente A Illa de Arousa. Como la vuelta por la isla, un paraíso turístico, era tan corta, de apenas cuatro kilómetros, y solo se puede entrar y salir por ese puente, tuvieron que dividir la carretera en dos para que no se encontraran de frente una probable escapada y el pelotón, así que dejaron dos carriles de apenas tres metros, uno para ir y otro para volver. No hubo escapada con la que empotrarse porque la de Pablo Urtasun, Cyril Bessy, Fabricio Ferrari, Vicente Reynés y Luca Dodi cayó justo antes de alcanzar el puente, pero de todas maneras fue un caos, un ejercicio de funambulismo sin red de una Vuelta que bordea el límite en tantísimas cosas. "Era de locos, para matarnos", bramó Valverde, cuyo equipo, el Movistar, aceleró el ritmo en ese pasillo de asfalto sobre el mar y el pelotón, que no cabía por un sitio tan estrecho donde, además, soplaba el viento del Atlántico por el costado, se partió en cachos sin que ninguno de los favoritos perdiese su sitio salvo Mikel Nieve, la única baza para la general que le queda a Euskaltel tras el día malo de Samuel en el Monte da Groba.

A Nieve le rescataron Landa, Verdugo, Antón y Oroz, que tiraron de él como posesos, pero sobre todo le libró de una buena el regreso a tierra. Tras un viaje de ida y vuelta vertiginoso, Movistar se apartó, el pelotón se detuvo, Nieve empalmó y Euskaltel suspiró aliviado.

De ida y vuelta es también, como el viaje a la isla de Arousa, la vida de Horner. Se la ha pasado yendo y viniendo de Estados Unidos a Europa. Le trajo Imanol Ayestarán, que le contó a Matxín a principios de 2004 o por ahí lo bueno que era un americano que había conocido en Estados Unidos. Matxín le llamó ese mes de mayo para ficharle. Por casi nada. A él le pareció una fortuna: le dijeron que iba a correr el Tour. El sueldo no le preocupó. Separado y con tres hijos, vendió su casa de California, subastó sus trofeos, maillots y bicicletas por Internet y se fue a Europa con una mochila y una sonrisa para correr el Tour de 2005, el último de Armstrong. Comparado con el texano, rico y poderoso, Horner era el yankee pobre. Pero feliz.

Es feliz comiendo comida basura, le gustan más que nada las hamburguesas y el McDonalds, bebiendo Coca-Cola y recordando que en 2010 ganó la Vuelta al País Vasco ante Valverde e Intxausti. Pero también ha conocido la desgracia. En la séptima etapa del Tour de 2011, camino de Chateauroux, se cayó y acabó en el hospital con una conmoción cerebral. Así se subió a un avión que le mandaba de vuelta a su casa de Oregón sin saber que los cambios de presión le provocarían un coágulo que le descubrieron días después en el hospital al que acudió al sentirse mal. "Pude morir", suele recordar. Regresó a Europa meses después, en la primavera de 2012, igual de feliz que siempre. ¿Su secreto? "Es fácil. Siempre que salgo a entrenar o a una carrera pienso que puede ser la última vez y trato de disfrutarlo como si fuese la primera. Me divierte correr en bicicleta", dijo ayer el americano, que ha pasado los últimos cinco meses en Estados Unidos recuperándose de una lesión en la rodilla izquierda -sufría el síndrome de fricción de la banda isquiotibial del que le tuvieron que operar- y acaba de volver a Europa.

a un kilómetro Su regreso ha sido tan feliz como lo fue el de Nieve a tierra tras la el viaje de ida y vuelta por la isla de Arousa y el parón del Movistar que le dio un respiro y le dejó seguir vivo camino del Mirador de Lobeira, una cuesta de cinco kilómetros en los que solo los últimos 1.500 metros, tras una curva cerrada a la derecha que se metía en el monte, eran duros. Allí se le acabó la chispa a Santaromita, que había atacado fuerte, llegando al mirador. Y lo vio claro, como el día despejado y azul en Galicia, Horner, que entendió el barullo del grupo y las dudas de los favoritos que creen que aún es demasiado pronto para gastar balas como una oportunidad para correr feliz con su bicicleta. Lo hizo con la cara en la nuca comprobando si la distancia le valía para ganar. "Y luego no he parado hasta meta". Antes de alcanzarla se detuvo para degustar el momento. "¿Cuántas veces se puede celebrar una victoria en la Vuelta con 41 años?". Nunca antes. Horner es el más viejo en hacerlo. Y el más feliz.

Casi a su estela entraron zumbando Valverde y Purito, que se murieron por los segundos de bonificación que arañaron a Nibali (seis el murciano y tres el catalán) en la lucha por la Vuelta que hoy llega al fin del mundo, Fisterra, dos kilómetros de subida corta y no muy dura donde seguirán buscando sensaciones los favoritos -Valverde dijo ayer que él está bien y que ve bien a Nibali; y Purito, que va "jodido" todo el día pero está cuando tiene que estar- mientras Horner disfruta.