lA primera mitad de los 90 fue el reino de Miguel Indurain, del campeón amable, del líder agradecido, que cambió la mentalidad de los deportistas y las costumbres de los aficionados. "Aquellos Tours paralizaban el país. Entonces, no estaban la Roja, ni Nadal, ni Alonso, ni Gasol... Miguel era la referencia deportiva casi única y la verdad es que los dos Tours que corrí con él fueron maravillosos, inolvidables", confiesa Ramontxu González Arrieta, que ayudó al de Villaba en 1994 y 1995. "Desde el primer día tenías toda la responsabilidad y eran tres semanas muy duras, pero dar la vuelta de honor en los Campos Elíseos es algo que hay que vivir", señala.

Correr al lado de Indurain suponía soportar la presión de tener que defender al gran favorito, pero a la vez el jefe transmitía gran tranquilidad y, sobre todo, se ganaba el respeto de los rivales. "Todos sabían que Miguel era el más fuerte, incluso en la primera contrarreloj al segundo ya le metía tres o cuatro minutos. Entonces, el que estaba detrás de él decía, como por ejemplo Gianni Bugno, que tenía bastante con hacer segundo. Había responsabilidad y había que trabajar mucho, pero Miguel te daba mucha garantía", relata Julián Gorospe, que compartió los Tours de 1992 y 1993.

La figura de Indurain provocaba también, según González Arrieta, que la primera semana fuera más tranquila de lo que suele ser habitual: "Siempre hay nervios en esos días, pero el respeto que infundía Miguel hacía que enseguida le abrieran hueco y pudiéramos encontrar posiciones cómodas y evitar sobresaltos". Así, pasaban las etapas hasta que "en la primera contrarreloj sacaba dos o tres minutos al segundo y todo quedaba ya muy claro". "Para mí, fueron más cómodos aquellos Tours que corrí con el Banesto que los que había corrido con el Festina", sentencia el de Galdakao, que "trabajaba muy a gusto".

generosidad e inteligencia El proceder era siempre similar y la sombra de Miguel Indurain era muy alargada. "Su generosidad" con los propios y los ajenos y "su inteligencia" simplificaban un trabajo que había que repartir porque "no éramos unos corredores tan constantes y tan regulares como los que se ven ahora". "Un día le ayudaba uno, otro día le ayudaba otro", recuerda Gorospe para comparar con la época actual en la que "alrededor de un gran líder hacen un gran bloque y llegan casi todos juntos hasta los últimos diez kilómetros". Quizás en el ciclismo moderno falta "atrevimiento para buscar la gesta", más Chiapuccis que acepten su inferioridad, pero que no se resignen a dar batalla hasta el último día. "La última gesta que recuerdo es la de Andy Schleck hace dos años cuando ganó en el Galibier. Fue para quitarse el sombrero, como aquella de Chiapucci en 1992. Ahora con los potenciómetros y el pinganillo los corredores van robotizados", lamenta Ramontxu González Arrieta.

Ese espíritu guerrero del resto de los aspirantes se reflejó en aquella bajada casi suicida del Tourmalet a la que Toni Rominger obligó a Indurain en 1993 o un episodio de ese mismo año que pudo cambiar la historia y que Julián Gorospe tiene muy presente en su memoria. "Era la última contrarreloj y Miguel ya nos había avisado de que estaba mal, de que no había dormido en toda la noche. Pero supo disimularlo gracias a su condición de especialista y cedió solo 42 segundos al suizo. Pero si hubiera sido Delgado... Rominger no estuvo tan lejos de ganar aquel Tour, pero Miguel logró salvarlo", completa. "Para ganar cinco Tours, como para ganar uno, hay que ser muy bueno, pero también que no ocurra nada imprevisto y te acompañe un poco la suerte", resume González Arrieta.

bondad en la derrota Por eso, el carácter bondadoso y, pese a todo, humano de Miguel Indurain le alejó de campeones anteriores y posteriores como Eddy Merckx, Bernard Hinault o Lance Armstrong, le acercó a los rivales y, sobre todo, a los compañeros y se manifestó en su mayor intensidad cuando llegaron las derrotas. "Él se tomaba las cosas con una calma increíble. Siempre fue así. En la derrota y en la victoria. Él corría, sufría, se esforzaba y eso era ya suficiente satisfacción. Quiero decir que si perdía no se mortificaba. Había hecho lo que tenía que hacer y punto", comenta José Luis Arrieta, ahora director en el Movistar, que estuvo junto a Indurain en el Tour de 1996, que pudo ser el sexto y acabó siendo el final de una época: "No nos sorprendió que renunciara a intentar ganar de nuevo el Tour. Miguel no era ambicioso. No quería ganar a cualquier precio, de cualquier manera. Por eso se fue".

El excorredor navarro acompañó al de Villaba en varios momentos difíciles en los que se dio cuenta de que "su grandeza estaba por encima de su palmarés. No recuerdo a nadie que hable mal de él". "Cuando fallaba nos pedía perdón a los compañeros por habernos defraudado", como en la etapa del Tour de 1996 que llegó a Iruñea y que fue todo lo contrario a la gloria prevista: "Fue dantesca, uno de los días más duros de mi vida". "Llegamos al hotel y, rendido, Miguel dijo que nos podíamos quedar ya en casa todos, que todo estaba decidido", rememora José Luis Arrieta. Meses después, en la Vuelta a España al lado de Cangas de Onís todo acabó en "una despedida muy sigilosa, sin hacer mucho ruido. Así era él. Era Dios, pero en humano". Y una etapa del ciclismo y del Tour, cinco años que hicieron historia, murieron cuando el gigante de Villaba se bajó de la bicicleta para siempre.