acabó el Tour de 1934 y Henri Desgrange hizo balance y más allá de la segunda victoria de Antonin Magne -líder inamovible desde el segundo día- destacó tres grandes sorpresas: las de los franceses Vietto y Maes, y Federico Ezquerra. Vaticinó incluso el director del Tour de Francia que si el escalador vizcaíno mejoraba su técnica en el llano era un serio aspirante a ganar la general. Ezquerra acabó su primer Tour en la posición 19 en la clasificación general final, sin victorias de etapa, pero había dejado su huella en el Galibier. ¿Hay un lugar mejor?

Lo subió más rápido que nadie, mejorando el récord que poseía desde el año anterior su compañero y amigo Vicente Trueba, para convertirse en el primer ciclista vasco en coronar el Galibier, la montaña que estrenó en 1911, hace un siglo, Emile Georget. Solo otro ciclista de Euskal Herria ha podido emular a Ezquerra en 100 años: José Luis Arrieta, en 1999. El propio Ezquerra volvió a repetir la gesta en 1936. Entre ambas ascensiones, la tragedia. En 1935 perdió la vida en el descenso hacia Briançon Francisco Cepeda, El Negro, ciclista de Sopuerta.

Este es el relato de aquella subida del propio Federico Ezquerra publicado en el Periódico Municipal Bilbao en el año 1992. Se corre la séptima etapa del Tour de Francia, 229 kilómetros entre Aix-les-Bains y Grenoble. La crónica comienza en el Telegraphe:

"Fue en la Vuelta a Francia de 1934... El Galibier es uno de los sitios más espectaculares de la Vuelta, y el único col en el que se controlaban los tiempos. Mi compañero, Vicente Trueba, poseía el récord de la ascensión, que había batido precisamente en la Vuelta anterior. Hasta entonces el amo del Galibier había sido el viejo Christophe.

Hacía aquel día un tiempo espléndido, y yo me había rezagado, por una estupidez, del pelotón de cabeza. Por este motivo empecé a subir el Telegraphe, que precede al Galibier, muy tarde. Pero a los pocos kilómetros iba tomando contacto con los primeros. Parecía que me habían nacido alas aquel día.

Fui dejando atrás a las más destacadas figuras del ciclismo mundial, y en un esfuerzo supremo adelanté al que yo creí pelotón de cabeza. Pero de pronto, en el alto de un repecho, a unos 200 metros, advertí la inconfundible silueta de René Vietto. ¡Ahora ya estaba seguro de que delante solo estaba él! Me lancé con todo coraje a por él, y casi lloré de alegría cuando a pocos metros del alto le doblé.

No estaba Desgrange, no tuve tiempo de verle o de oírle, pero supe que había ganado otros 10.000 francos de prima.

Llevábamos 20 kilómetros de ascensión... y todavía nos quedaba por delante el Galibier, con sus 32 kilómetros de fuertes repechos.

Codo a codo, empezamos la ascensión Vietto y yo. Observé que nos seguían centenares de automóviles, de los cuales salían frecuentes voces de "allés Vietto". "Allés Vietto"...

El francés se colocó a mi rueda y tuve que tirar yo solo por las rampas. No intenté nada al principio, porque la idea era un poco descabellada; pero a los diez kilómetros de ascensión tuve que cambiar de piñón, ya que entonces no se usaban todavía los cambios. Vietto aprovechó aquel momento para fugarse. Pero por poco tiempo, porque un par de kilómetros más adelante ya le había alcanzado.

El porcentaje de la cuesta subía a medida que avanzábamos, y me vi obligado a echar pie a tierra para cambiar el piñón de 18 dientes. René, un poco calmado por lo que había ocurrido antes, se apeó también y me imitó.

Marchamos mirándonos con el rabillo del ojo... Ya llevábamos más de una hora de subida cuando empezamos a rodar sobre la nieve. Yo creía ingenuamente que estaríamos en el alto, pero ¡ya, ya! Entonces fue cuando verdaderamente sentí el Galibier en mis músculos. Se presentaron en mi vista repechos como el del Escudo..., pero multiplicados por diez. A pesar del nervio con que pedaleaba, la máquina no avanzaba apenas, porque no lo permitía la multiplicación. ¡Y rodaba con veinte dientes! Por fin eché pie a tierra y cambié por tercera vez. Puse un piñón de 23 dientes, monté en la máquina y...

Toda nuestra ascensión había sido seguida, como he dicho, por numerosos automóviles, cuya presencia me ponía nervioso. Porque no se limitaban a seguir, sino que continuamente nos pasaban, perjudicándome a mí siempre.

En los dos últimos kilómetros vi que Vietto se agotaba, y haciendo un supremo esfuerzo, que ha sido el mayor de mi vida en estas lides, me despegué de mi rival. Cuál no sería mi sorpresa al ver, unos metros más arriba, cuando volví la cabeza, que un grupo de espectadores empujaba graciosamente por el sillín a Vietto. Me dio tantísima rabia, que me puse a increparles y a pedir justicia a estos seguidores, permitiendo que René llegase otra vez a mi altura.

Ya veía la cumbre, y repetí el intento. Pero esta vez se me colocó delante un flamante coche de uno de los jurados, y no me permitía avanzar. El ruido de los coches, los gritos de ánimo a Vietto, la ayuda constante que éste recibía y, sobre todo, el constante zigzaguear de los coches que iban delante, acabaron por crisparme los nervios de tal modo que me lancé loco, frenético a la cumbre, con la mano izquierda en el manillar, abriéndome paso con la derecha a puñetazos... Quizás por eso me llamaron en Francia El águila del Galibier, porque me vieron el ala.

En la cumbre se hallaba la plana mayor de la Vuelta y millares de aficionados. Un quite ensordecedor parecía indicar que la Vuelta terminaba allí, y sin embargo, nos quedaban todavía unos cuantos kilómetros.

Mi excitación era tal que en lo alto eché pie a tierra y me puse a protestar por la injusticia de que había sido víctima.

Yo no sabía qué hacer. Un espíritu de compañerismo me aconsejaba esperar a Trueba que no podía venir lejos y opté por esto. Me obsequiaron en un bar volante que había instalado allí y M. Desgrange, después de calmarse un poco, me dijo:

_ Ezquerra: vous avait gagné quince mil francs.

¡Y bien que los había ganado!

No sé el tiempo que permanecí en la cumbre; pero, en vista de que no llegaba Vicente Trueba, continué solo.

Veinte kilómetros antes del final de etapa, me daba alcance un pelotón compuesto por varios corredores, con los que crucé la línea de meta. Este día me convencí de que para ganar una etapa en la Vuelta a Francia eran necesarias dos condiciones: ser un esprinter o tener un equipo de percherones a disposición. Y yo no disponía de ninguna de las dos".