Vitoria. Con 36 años recién cumplidos el 8 de mayo y apenas unas horas después de protagonizar un testimonial paso por la Final a Cuatro de Londres, donde apenas disputó un cuarto de hora entre la semifinal y la final de la Euroliga, Theodoros Papaloukas anunció ayer su retirada del baloncesto profesional. El timonel griego deja tras de sí no sólo un legado difícil de igualar en cuanto a títulos y reconocimientos individuales sino también una magia y elegancia al frente de la dirección que muy pocos bases han conseguido desplegar durante la última década. Miembro de una generación irrepetible de baloncestistas helenos junto a Vassilis Spanoulis y Dimitris Diamantidis, el ateniense ha optado por colgar las botas al comprobar que el ocaso de su carrera profesional se acercaba y ya no era capaz de marcar diferencias como lo hizo durante las últimas temporadas dentro del concierto continental.
Ganador, entre otros éxitos, de dos Euroligas con el CSKA en los años 2006 y 2008, el oro continental en 2005 o el subcampeonato mundial en 2006 con su país, Papaloukas marcó una época gracias a su personalidad arrolladora y un carácter peculiar que le convirtió en el blanco de las iras de las aficiones rivales. Una de las pistas donde se le consideraba prácticamente un personaje non grato fue el Fernando Buesa Arena, debido a las épicas batallas que protagonizó ante el antiguo TAU durante su dorado ciclo en el coloso moscovita. Aquel deleznable gesto en un partido que apeó en Moscú a los alaveses de una Final Four, en el que simuló que degollaba su cuello con una navaja, le ganó la antipatía de todo el baskonismo para el resto de los días. Esta rivalidad se recrudeció con las sucesivas visitas del Olympiacos a la capital alavesa, en las que mantuvo constantes piques con una afición que, si bien le respetó por su grandeza como jugador, no dudó en recriminar su chulería y su carrusel de provocaciones. Tanto dentro como fuera de la pista, Papaloukas constituía el líder perfecto al que no le importaba cargar con la presión de ser el rival más odiado. Incluso ello le motivaba para superarse a sí mismo sin importarle lo más mínimo el hecho de que pudiese provocar altercados públicos.
Pocos bases, por no decir ninguno, acreditaron una clarividencia como la de este incombustible griego con ojos detrás de la cabeza para ver al compañero mejor desmarcado. Su maestría a la hora de leer el juego, su magnífico repertorio de pases o la tranquilidad con que afrontaba los instantes calientes de los encuentros le diferenciaron del resto. Era uno timonel de la vieja usanza y de los que ya, tristemente, escasean en el panorama continental. Es cierto que careció de explosividad física o de una muñeca privilegiada ante el aro rival, especialmente desde más allá de 6,75 metros, pero ello no impidió que varias franquicias de la NBA le tentaran en más de una ocasión. Él desestimó dicha posibilidad al convertirse en Moscú en el jugador mejor pagado de Europa con un astronómico sueldo de más de tres millones de dólares limpios por temporada. A las órdenes de Ettore Messina, que le repatrió a finales del año pasado cuando se encontraba sin equipo tras su decepcionante etapa en el Maccabi, brilló con luz propia. Hasta que la falta de gasolina y el paso de los años le han conminado a decir basta. Papaloukas ni siquiera peleará ya por un nuevo título en Rusia porque, posiblemente, ya no disfrute del juego con la misma pasión que antes.