Tom Boonen, uno que ha ganado siete monumentos -tres Flandes y cuatro Roubaix- aunque nunca la Sanremo -ha sido segundo, tercero y cuarto-, dio media vuelta y se marchó farfullando que aquello ya no era la Milán-San Remo. Que todo era una chapuza, un caos, un sinsentido. Y los culpables, los organizadores. Acquarone y su banda. La classicissima estaba varada, quieta, inanimada, lo nunca visto, en Ovada, al pie del legendario Turchino, bajo un temporal de nieve y frío terrible que agrietaba los rostros de los ciclistas y encogía sus cuerpos delgaditos punzados por mil dagas con filo de hielo. "Ha sido una burrada", dibujó el horror Gorka Izagirre, un chaval duro del Goierri. El dolor se explica en números. 125 kilómetros a 0º, acaso 1º. Los 50 primeros bajo una fina nevada; los restantes, en medio de una tormenta de nieve incesante que fue cubriendo la carretera. Pisaban un manto blanco de dos o tres centímetros, no se veía nada, reinaba la anarquía. Castroviejo, otro de los vascos de la Sanremo, utilizó las matemáticas para combatir el frío. Triplicó los guantes para proteger sus manos y duplicó lo botines para abrigar los pies. "Estaba forrado y nada. Jamás había oído, visto o sentido nada parecido", dijo. Iba congelado, duro. Salió de aquel infierno helado en Ovada, al pie de Turchino. Allí se refugió la Sanremo en los autobuses. Para entrar en calor, algunos se metieron bajo el chorro caliente de la ducha. Querían borrar el frío. Un tal Gerald Ciolek, que fue campeón del mundo sub'23 en 2006 y después ganó una etapa de la Vuelta, puso las patas para arriba apoyadas en el sofá, sacó el móvil y echó una foto que colgó en Twitter. Eran las piernas del ganador inesperado de la Milán-San Remo. Entonces, nadie lo imaginaba. Lo del temporal era otra cosa. Estaba en las previsiones que iba a nevar con fuerza. Lo sabía Acquarone, pudo suspender la carrera y prefirió dejar que los ciclistas hicieran camino a ver lo que pasaba. Cuando abrió los ojos, tenía dos centenares de hombres al borde de la congelación.
A partir de ahí, el caos. Primero se anunció que la carrera volvería a lanzarse desde Ovada pero esquivando Turchino, que estaba intransitable. Luego, que harían 60 kilómetros en autobús para volver a empezar. Más tarde, que no. Y después, que se saltaban también la Manie, otro puerto. "Era todo un descontrol", resumió Izagirre. Al final, Acquarone ordenó poner en marcha los motores de los autobuses. El show debe continuar. Los paró cerca ya de la costa, donde ya no nevaba. Lo había dicho Boonen antes de marcharse: esa ya no era la Milán-San Remo.
Quedaban 125 kilómetros y un pelotón aturdido del que se bajó Nibali incapaz de sacudirse el frío del cuerpo. La Cipressa borró a unos cuantos más y el Poggio dio solo a seis ciclistas la oportunidad de jugarse la carrera. Estaba Sagan, el favorito, el más rápido, el más joven, el más fuerte. Por eso perdió. Porque sabía todo eso. "Subestimé al grupo". Se creyó invencible y se colocó primero 300 metros de meta. Mal colocado, reaccionó cuando Chavanel lanzó su último ataque desesperado pegado a la valla derecha e inició una carrera larguísima e imposible hacia el horizonte de la avenida Italo Calvino. A su estela se había subido un alemán de 26 años, fuerte y rápido, que le superó en el último golpe de riñón con lo que Sagan, un fenómeno indiscutible, sigue sin ganar una gran clásica. El eslovaco, cariacontecido, incrédulo, le echó una mirada de hielo a su verdugo mientras cruzaban la meta. Ciolek le había congelado. En el primer grupo, 34º y primer vasco, entró Gorka Izagirre en su primera Milán-San Remo.