En ocasiones la naturaleza regala pequeños detalles de brillantez prematura en forma de jóvenes que suplen su escaso historial con una perfección innata capaz de hacer enmudecer a cualquiera. Pequeños portentos que, sin apenas años de preparación, pueden mirar a los ojos a deportistas que ya sudaban lo suyo cuando ellos ni siquiera atinaban a hablar. Imberbes a los que el silencio les persigue allá por donde van, puesto que quienes tienen el privilegio de observar sus hazañas enmudecen sin remedio, en un acto reflejo. Y así, sin palabras, quedaron los asistentes al Centro Acuático de Londres, cuando vieron como una niña de 15 años se llevaba el oro de los 800 metros libres femeninos por delante de figuras de renombre como Rebecca Adlington y Lotte Friis.

La estadounidense Katie Ledercky apenas estaba en las previsiones de sus padres cuando Cobi daba saltos por Barcelona patrocinando los Juegos celebrados en la capital condal; pero ayer, en la ciudad inglesa, se subió a lo más alto del podio con un crono al alcance de muy pocos (8:14.13). En la que fue su primera cita olímpica logró subirse al primer escalón del podio y a punto estuvo de lograr un nuevo récord mundial.

Y eso que la británica Adlington, ídolo local, saltó de la peana con la clara intención de imponer un ritmo demoledor. Un propósito que consiguió pero que, a los 100 metros, cavó su tumba. Quién iba a pensar que la pequeña Ledercky la tutearía hasta ridiculizarla.

La joven estadounidense comenzó la prueba en tercera posición, agazapada, aprovechando el buen hacer de la nadadora inglesa para avanzar sin esfuerzo. Pero en cuanto tocó la pared por tercera vez decidió meter la quinta marcha. Así, nadando durante casi toda la prueba por encima del récord mundial de la prueba, una imperial Ledercky sacó más de un cuerpo de distancia a sus perseguidoras. Adlington y Friis, en un intento de contestar a la escapada de la adolescente, quemaron todo el carbón de su almacén.

Pero no obtuvieron la recompensa esperada y tuvieron que ceder ante las evidencias. El oro tuvo grabado, ya a mitad de la prueba, el nombre de la quinceañera y eso que la joven estadounidense rebajó el ritmo de las brazadas en los últimos metros, cuando el carburante ya escaseaba y el primer escalón del podio ya era de su propiedad. No pudo batir el récord que tanto acarició durante la final, pero no le importó porque con el oro al cuello, una mano asiendo un ramo de flores y la otra sobre el corazón, cantó sonriente el himno estadounidense.