Durante las cronos, Bradley Wiggins parece que pedalea como si siguiese el ritmo de la música militar. Antes de afrontarlas, sin embargo, escucha algo mucho más anárquico. Por el auricular de sus cascos suele circular la voz de Roger Daltrey, vocalista de The Who, el mítico grupo de rock británico que irrumpió mediados los años 60 con su primer disco y ese tema rudo e incómodo para la época que era My generation, un éxito sin precedentes entre los jóvenes inconformistas.
"People try to put us down (la gente trata de menospreciarnos). Talking about my generation (hablando de mi generación)", escucha Wiggins, cuya generación no la define una fecha, sino un lugar. Nació en el anillo del velódromo de Manchester y la acunó Dave Brailsford. Wiggins, Cavendish, Stannard, Hoy... Son todos hijos de la pista inglesa, milagrosa en la última década hasta el extremo de convertirse en el deporte olímpico británico que más medallas aportó hace cuatro años en Pekín. Tanto éxito en el anillo hizo pensar a los hijos de la corona que no existía ninguna cosa tan importante como esa. El ciclismo era la pista, los Juegos. ¿La carretera? Secundaria. "¿Qué diablos hace Wiggins en el Tour en lugar de estar preparando los Juegos como Dios manda?", preguntaba a diario por teléfono la tía de un periodista que seguía en Francia la travesía amarilla del londinense hasta París, donde se escuchó por primera vez en la historia el God save the Queen, aunque no fuese la versión cañera de los Sex Pistols que le gusta a Wiggo.
Desde aquel domingo inglés en París hasta ayer en torno al palacio de Hampton Court han pasado diez días y una revolución. Wiggins, el delirio a su alrededor, las banderitas británicas revoloteando por todo el circuito, abarrotado y llano como la palma de la mano, ha sacado al ciclismo inglés de la pista y ha arrastrado al público a las cunetas, a pie de asfalto y bajo el sol dorado. De oro fue la medalla de Wiggins en la crono.
Héroe británico Es la cuarta de su carrera en los Juegos, a las que suma una plata y dos bronces que le convierten en el deportista británico más laureado en la historia por delante del legendario remero Steve Redgrave, que desde Los Ángeles 1984 hasta Sidney 2000 acumuló seis medallas olímpicas, cinco de ellas de oro.
"Nunca, nunca nada podrá llegar a ser mejor que esto. Es increíble", dijo Wiggins. "La de hoy tenía que ser el oro o nada. ¿Qué son siete medallas si no tienen el color correcto?", bromeó después, humor británico, para dar más valor al metal de su medalla, "el oro es lo importante", y señalar el horizonte de los Juegos de Río de Janeiro, dentro de cuatro años, para lograr un quinto título olímpico con el que iguale los cinco de Redgrave, "aunque solamente el hecho de ser mencionado en la misma bocanada de aire que Steve Redgrave y Chris Hoy es especial", explicó el británico, que tardó 18 kilómetros en gobernar los tiempos de la crono después de que en los siete primeros Tony Martin amenazara su tarde de gloria metiéndole cinco segundos que fueron un espejismo. En meta, al alemán le metió 42 segundos, mientras que su fiel gregario en la montaña del Tour, Chris Froome, pedaleó hasta el bronce y se quedó a 26 segundos de un doblete británico como el que firmaron en 1996 Miguel Indurain y Abraham Olano en la crono de Atlanta.
Pero ni eso enturbió la fiesta inglesa. David Cameron, primer ministro británico habló de Wiggins como de un "auténtico héroe" después de que el deporte inglés, gris estos primeros días, celebrara por la mañana su primera medalla de oro en remo y las dos del ciclismo colocasen a la selección décima en el medallero.
como Indurain y Ullrich Cavendish, el primer campeón del mundo inglés desde Tom Simpson en los 60, se quedó el sábado sin el oro en la prueba en línea y ayer dejó atrás esa tristeza para felicitar a Wiggins y recordar que la hazaña de su compañero de equipo se suma a la heroicidad de convertirse en el primer ciclista británico en ganar el Tour. Podría haber añadido el fabuloso esprinter que es el tercer ganador del Tour que se cuelga el oro olímpico después de que lo hicieron Indurain en 1996, también en la crono, y Jan Ullirch cuatro años después, en Sidney, aunque el alemán triunfase en la prueba de fondo días antes de que Ekimov impidiera un doblete histórico en la contrarreloj, donde solo fue plata. Y podría haber seguido hablando Cavendish de la temporada de Wiggins, del éxito con solo dos precedentes (un tal Merckx y un tal Anquetil) que supone encadenar en la misma temporada las victorias en la París-Niza, la Dauphiné y el Tour. De los de añadir a ese botín el título olímpico no hay constancia en las estadísticas.
Tampoco de que un campeón olímpico de ciclismo lograse reeditar un título olímpico, que es por lo que luchaba Cancellara desde la desesperación, pues corrió magullado, herido, dolido y mermado por la bruta caída del pasado sábado en la prueba en línea en la que se golpeó contra una valla la clavícula que se había partido por tres partes en primavera. Aún así, salió. Pero acabó séptimo.
Phinney, uno que viene El que casi no sale fue Luis León Sánchez. Quiso salir como una fiera y le puso tanta ansia al primer impulso que partió la cadena, dio una pedalada al aire y, aunque logró mantener el equilibrio, se golpeó la rodilla con el manillar. No fue ese dolor, de todas maneras, lo que le sacó de la disputa de la crono, tampoco el medio minuto que, entre una cosa y otra, perdió en el cambio de bicicleta, sino la cabeza. El murciano perdió la concentración, se diluyó y naufragó. Quedó lejísimos.
Todo lo contrario que Taylor Phinney, estadounidense, 22 años, que acabó cuarto y se quedó a un paso de lograr una medalla que llevarle a su madre, Connie Carpenter, campeona olímpica en la prueba en línea en Los Ángeles 84. Phinney, uno que viene bueno, es hijo también de Davis, el primer ciclista de Estados Unidos que ganó una etapa en el Tour -1984-, apodaban Thor porque era una bestia al sprint que ganó más de 300 carreras en su trayectoria y lucha desde hace unos años contra el Parkinson con la misma fiereza que corría en bicicleta. Como Phinney, se quedó a un paso de su sueño Jonathan Castroviejo, que fue noveno y rozó el diploma olímpico.