CHICOS, no voy a poder cantar el himno porque estoy muy emocionado", susurró Michael Phelps a sus compañeros de relevos tras erigirse en la leyenda del Olimpismo con su metal, de momento, número 19, la noche en que Le Clos demostró que el de Baltimore alcanzó el Everest en su declive. "¿Le han devuelto a la Tierra?", le cuestionó la prensa, y el Tiburón se rascó la cabeza para, con mueca incluida, zanjar: "¡Yo he sido un ser humano toda mi vida!". "Me prometí que nada se interpondría en esta aventura increíble de alcanzar cosas que nadie había logrado antes. Esta es una gran manera de terminar mi carrera", valoró, oteando un futuro que, en breve, pasará desarrollar su fundación para promover la natación y una vida sana.
Pero el día en que Phelps acaparó portadas y coleccionó también elogios, hubo opiniones significativas que trataron de aguarle la fiesta al recordarle su fiasco, doce años después, en 200 mariposa. Sorprendió la del mítico Mark Spitz, siete veces oros en Múnich'72, acusando tanto a Lochte como a Michael de ensimismamiento. "Deberían haber contenido su ego y sacrificar alguna prueba para asegurar". Es más, se atrevió a aventurar que si Phelps abandona Londres sin ganar una carrera individual, de retirarse, nada: "Seguro que lo veremos en 2016". También al presidente del Comité Organizador, Sebastian Coe, le pareció el instante oportuno para meterse en un jardín. "Probablemente Phelps no es el mejor atleta de la historia olímpica. Se puede decir que es el más exitoso, pero no estoy seguro de que sea el más grande", se marcó el exatleta, campeón olímpico de 1.500 en Moscú'80 y Los Ángeles'84. "Su recorrido es bastante bueno, pero no es el más grande de todos los tiempos". Eso sí, no propuso una alternativa. Su predecesora en el altar de Zeus, la gimnasta Latynina, 18 preseas en el historial de los Juegos, fue mucho más amable: "Ya era hora. Le vi con mucha calma. Es un deportista muy dotado y talentoso. Lo que sí creo es que en mucho tiempo no habrá una mujer que sea capaz de batirme".
un talento hiperactivo En verdad, Phelps arrinconará en el zapatero sus chanclas curado ya de espanto desde crío, cuando una profesora afeó a su madre, Deborah, que el chaval jamás sería capaz de concentrarse en algo. "Yo le dije que se estaba aburriendo", evoca ella, "y me contestó que mi hijo no estaba dotado". Así descubrió la hiperactividad de Michael, amarrado al estimulante Ritalín para tratar la enfermedad. Corría, saltaba y no podía leer más de dos párrafos sin distraerse con otra cosa, mientras crecía de forma desproporcionada, con enormes orejas y unos brazos que le llegaban abajo de las rodillas. Entre las burlas de sus compañeros y el divorcio de sus padres -él, un guardia estatal con el que Phelps no mantiene relación,- la piscina fue la medicina: "Descubrí que era como un paraíso de seguridad", plasmó en No limits, su autobiografía (Editorial Simon&Schuster, 2008). Bob Bowman, su entrenador desde entonces, se entusiasmó con su talento innato: "Lo veo en los trials para los Juegos de 2000, compitiendo en 2004 y batiendo récords en 2008. ¡Y en 2012 los Juegos serán en New York!", proclamó. Solo falló en su última predicción. Nunca un rostro desencajado por las lágrimas de felicidad fue tan bello como el de Deborah (Debbie) el pasado martes.
Empezó a visualizar el nado perfecto con 12 años. Antes de acostarse, mamá entraba en la habitación para decirle que relajara su cuerpo hasta alcanzar un estado de meditación zen, táctica que sigue empleando para visualizar las carreras, como si nadara en la oscuridad. Algo que imita en el agua con una venda en los ojos, unas lentes pintadas de negro que le obligan a confiar en la intuición antes de chocar contra la pared. Superada su desafección, los conatos con la marihuana y el exceso de gloria, admitía sentirse muy feliz desde el pasado verano, con Londres en su cabeza, regresando a los métodos añejos y a la piscina donde todo este sueño empezó, en Meadowbrook, en el enclave de Mount Washington, un pintoresco suburbio ubicado al norte de su ciudad natal, donde disfruta además de su pasión por el hip-hop. Le restan unas cuantas pruebas más para engordar su palmarés y devolver al armario el traje Recharge, que le comprime los músculos e impide que el cuerpo se le hinche después de cada ejercicio.
Cuando Ian Crcoker le ganó en 100 mariposa en 2003, Phelps colgó un póster suyo en su cuarto a modo de recordatorio; la vez en que Ian Thorpe puso en duda su capacidad para colgarse ocho medallas en los Juegos de Pekín, recortó el artículo y lo pegó en su taquilla. Ahora se contenta con haber hecho lo que siempre pretendió: "No me importa nada ni nadie más. Solo salir y hacer lo que pueda. Si puedo colgar el traje cuando acabe todo esto y estar feliz de haber conseguido todo lo que quería, lo demás me da igual". Su longevidad halla explicación en el plan de entrenamientos al que se sometió entre 2000 y 2008, periodo fundamental de su desarrollo. Años en los que nadó todos los días, excepto las dos semanas tras Atenas'2004 en que le sacaron las muelas del juicio y la jornada en que una tormenta de nieve aisló el centro acuático de Baltimore (NBAC). 85.000 metros por semana de media, 18.000 kilómetros, casi el doble de la circunferencia del planeta. Al depósito del deportista más grande de todos los tiempos le quedan gotas de energía antes de volver a casa junto a Bowman y gestionar el NBAC del que son socios. En el histórico relevo empezó a sonreír a 20 metros del final. No hay mejor forma de acceder al Olimpo que riendo bajo la superficie de su reino.