El ciclismo que viene, o el que ya ha llegado al poder, tiene fama de metódico y proclama ideologías como la de la suma de las pequeñas cosas que conforman un universo compacto y sincronizado, un coro perfecto. Lo nuevo en el ciclismo va de trajes sin costuras, cascos sin agujeros, rodamientos de cerámica, una ensalada de números entre los de los vatios, las calorías y los latidos del corazón. Va de gráficas que lo miden todo. Va, también, de cuestionarse la sabiduría clásica, lo de toda la vida, conceptos tan enraizados como los picos de forma y la preparación progresiva que se sustituyen por otros conocidos pero en desuso como la periodización inversa que aplica Tim Kerrison, un preparador que viene de la natación, a los corredores del Sky, el equipo de los ingleses, patria del nuevo ciclismo. Lo que viene son psicólogos que tratan el miedo a perder y enseñan a ganar. Y científicos del deporte que lo saben todo y no negocian con el azar. Los imprevistos, bellos como la improvisación, no aparecen en el libro de ruta del nuevo ciclismo. Así dicen que fue el último Tour: sin sobresaltos, plano, teledirigido, casi aburrido. Moderno. Ganó el nuevo ciclismo. Es lo que viene. O eso dicen. Antes de que ocurra, de todas maneras, un momento para la nostalgia en The Mall y su recta de asfalto rojo que lleva hasta el palacio de Buckingham. Allí debe coronarse el nuevo ciclismo con una alegoría perfecta: Cavendish, el oro olímpico y Londres. Todo está escrito. Salvo el desenlace.

Es al campeón del mundo a quien espera la masa apretujada tras la valla en la recta de palacio o en las cunetas de Box Hill, una colina retorcida cubierta de árboles a las afueras de Londres. Es a él a quien protege una guardia de armadura brillante y piernas afiladas. Bradley Wiggins, Chris Froome, David Millar y, menos conocido, Ian Stannard, un percherón criado en la pista, hijo, como todos, de Dave Brailsford padre del milagro ciclista británico. Están los cuatro corriendo para uno. Corriendo, también, contra todos.

La desbandada Es un pelotón contra un imperio, pero un imperio pequeño, de cuatro. La víspera, Wiggins habla orgulloso del que cree el equipo ciclista más fuerte en la historia de los Juegos Olímpicos. Puede ser. Para comprobarlo, les ponen a prueba inmediatamente y sin descanso. Hay una escapada populosa cuando la carrera se aleja de la ciudad y se establece en el circuito de Box Hil (nueve vueltas), donde pasa toda la mañana. En la fuga están una docena, entre ellos Jonathan Castroviejo, el sustituto de Samuel Sánchez, el dorsal número 1, un obrero de la selección estatal que va preparando así la rebelión contra el poder inglés.

"El objetivo", cuenta el vizcaino, "era hacer trabajar a los ingleses y los alemanes para desgastarles. Yo tenía que estar con los italiano, atento a los movimientos".

Todo ocurre en la colina, al abrigo de los árboles frondosos. Entre sus sombras se mueven las serpientes. Cuando quedan dos subidas al Box Hill saltan chipas en el pelotón. Gente inconformista como Gilbert o Nibali, que forman un grupo de otros quince corredores que se fusionan con los de adelante. Se corre a mil por hora entre la muchedumbre. Y Castroviejo, las dudas sobre su rendimiento tras la incorporación a última hora, responde a las mil maravillas. "En esas dos vueltas se ha subido a tope y he aguantado bien", cuenta luego. Así que cuando en la última vuelta al circuito antes de regresar a Londres llegan a la cabeza Alejandro Valverde y Luis León Sánchez, dos de los jerarcas españoles, al vizcaino le sobran piernas para ponerse el mono de trabajo y tirar del grupo como alma que lleva el diablo. No hace falta que nadie le diga nada. "En cuanto les he visto sabía lo que tenía que hacer". Él y los suizos, Albasini y compañía, que tratan de remolcar a Cancellara, también entre los rebeldes hasta que se estampa contra una valla a 15 de meta.

"Ha sido un mano a mano durísimo con los ingleses y los demás que tiraban por detrás", recuerda Castroviejo; "ha sido algo increíble". Durante 40 kilómetros, de la colina al palacio, la ventaja se fijó en torno al minuto y se mantuvo así, inamovible. "Delante íbamos a tope los suizos y yo". Detrás, los ingleses, los alemanes y Eisel, austriaco sin intereses pero fiel gregario de Cavendish en el Sky. El pulso era en el filo. Froome, extenuado, fue el primero en caer cuando quedaban 25 kilómetros. La desolación iba calando entre los británicos, incapaces, pese a las alianzas, de tumbar la rebelión. A 10 kilómetros se apartó Wiggins, agotado. "Y a esa misma distancia, más o menos, he tenido que levantar yo el pie", explicó Castroviejo; "no podía más y me he retirado a la cola del grupo. Ha sido poco después cuando se han ido Urán y Vinokourov".

Castroviejo volvió para dar un relevo más a cinco kilómetros de la recta de The Mall. A su espalada, sin embargo, entre Valverde y Luis León, murcianos, amigos y compañeros de grupeta, reinó la incomunicación. "Alejandro y yo no nos hemos entendido. Al final, no sabíamos quién tenía que trabajar para quién", reconoció el error Luis León. "Yo no sé lo que ha pasado entre ellos. Yo solo sé que tenía la misión de romper la carrera y desgastar a los ingleses y es lo que he hecho", dijo Castroviejo, sobresaliente en su cometido. Él fue, en parte, responsable de que el campeón olímpico saliera de ese grupo de treinta ciclistas. Luego, fue cosa de la inteligencia malévola de un atacante irreductible como Vinokourov. El kazajo, 38 años, se marchó con Urán, el colombiano que sobrevió en Medellín, donde la vida vale menos que nada, y se vino a hacer ciclista a Iruñea, junto a Unzue, antes de hacer las maletas para desembarcar en el Sky y el nuevo ciclismo inglés de los detalles y las pequeñas cosas. Y, qué cosas, en eso se le fue el oro al pequeño Urán. En un despiste tonto, una cosa de juvenil, los nervios quizás, que le hicieron, echar la vista atrás en plena recta de meta, a 300 metros o así, para calcular la distancia a la que venía el grupo de Valverde y compañía. Giró el cuello hacia las vallas, el lado opuesto al que se encontraba Vinokourov, que viejo y astuto, aprovechó el punto ciego en la visión de su rival colombiano para lanzar un misil. Cuando Urán entendió lo que pasaba, el kazajo tenía ya veinte metros de ventaja y el oro colgado del cuello.

El sprint del grupo y el bronce lo ganó el noruego Kristoff. Los españoles Valverde y Luis León Sánchez, en la escapada buena, no disputaron la medalla.

El vizcaíno Castroviejo entró solo, exhausto y orgulloso. Y, después, el pelotón de Cavendish, que es la cara de la primera gran derrota del nuevo ciclismo. Y la última de Vinokourov, símbolo del viejo ciclismo de claros como dos Liejas, una Vuelta y el podio del Tour, y oscuros como su positivo por EPO.