El primer madrugón le sentó como un tiro. Michael Phelps y Laszlo Cseh, a la postre dos de los mejores especialistas de la historia en los 400 estilos, se sintieron tan tremendamente superiores en el agua que se ensimismaron jugando al gato y al ratón hasta el punto de comprometer gravemente su pase a la final. De hecho, el húngaro quedó apartado de la misma mientras el de Baltimore se hacía cruces tras comprobar en el electrónico que había alcanzado el billete con el octavo mejor tiempo, o lo que es igual, a la cola del pelotón merced a su discretísima marca (4:13.33). "No esperé que estos tíos fueran tan rápido en sus series", se limitó a decir el Tiburón, cariacontecido, respecto a los registros matinales de sus rivales, el mejor el perteneciente al más joven, el japonés Kosuke Hagino, de 18 años (4:10.01). "Pero las medallas no se ganan desde la mañana", avisó desafiante. Y es que faltaba por comprobar si el susto era simplemente eso, o escondía el primer fiasco para sus intereses.

Los libros recogen que Phelps no nadaba una prueba en la calle ocho desde que se clasificó 5º para la final de los Juegos de Sydney 2000, con 15 años. Una posición escorada que le impediría seguir de cerca el ritmo que presumiblemente le marcaría Ryan Lochte, su alter ego, su némesis, en definitiva, la peor de sus pesadillas, en la calle tres, difuminando sus esperanzas de conquistar el oro por tercera vez consecutiva. Sea por esto, o por sus carencias, el fracaso de Michael se consumó a las 20.39 de la noche, hora que encumbró paralelamente a su compatriota (4:05.18), que convirtió lo que estaba planteado como un desafío al límite de las milésimas del crono en un paseo bajo los focos, mientras el 16 veces medallista se hundía en el costado (4:09.28) y ni siquiera era capaz de encaramarse a uno de los otros escalones del podio, que se repartieron respectivamente el brasileño Thiago Pereira (4:08.86) y el nipón Hagino (4:08.94).

Tras Pekín espetó que nunca más volvería a nadar lo que consideraba una prueba "asesina", pero, por nostalgia o hambre del deportista que ya lo ha ganado todo y ni se le pasa por la cabeza ceder el testigo, la recuperó para su escaleta en Londres, donde necesita tres metales para liderar el ránking de deportistas con mayor número de preseas en el palmarés de los Juegos, honor que ostenta la gimnasta rusa Larisa Latynina. Phelps demostró ayer que la había preparado con exceso de prisa, por mucho que en los trials ganara en confianza respecto al campeón mundial. Fue uno de esos días que marcán el punto de inflexión, lo que llaman fin o cambio de ciclo, y acontenció en la piscina acuática londinense justo en el momento en que Phelps tocó con sus dedos la pared y se percató de que lo sucedido horas antes ere una predicción. Por vez primera sin metal en unos Juegos, no es que le pudieran las circunstancias, sino que las circunstancias eran él, trasladando una silueta dolorosa para alguien de su categoría. Sintió que dejó de ser extraterrestre, que como humano se bajó del pedestal como cualquiera de sus otrora rivales, notándose vulnerable, y es que a mitad de la carrera se quedó sin fuelle, resuello ni fuerzas para intimidar. Emparedado en el peor de los callejones entre el italiano Luca Marin y la pared, trató de realizar un ejercicio de escapismo doblando en segunda posición tras los primeros esfuerzos en recuperar metros en mariposa y espalda, pero fue un trabajo en vano que le fue desnudando mientras en la pantalla se agigantaba la figura de Lochte, cohete, torpedo, misil hacia el triunfo.

Por detrás, quien sí fue mordiendo porciones de espacio fue, en primer término, Pereira, y a continuación, Hagino. Es probable -no, más bien es seguro- que Phelps, inscrito en otras seis especialidades, cuelgue exitoso las chanclas tras la cita inglesa, pero no es menos cierto que de igual forma que ha dejado al descubierto sus primeros signos de debilidad, por la calle de al lado le ha sobrepasado ya Lochte, que avisó en los Mundiales de Shanghái hace un año, en los que ganó a Michael en los 200 estilos y los 200 libres. Bien por su cuerpo salido de fábrica producto de su afición en levantar neumáticos de media tonelatada o por su mejora en la alimentación huyendo de las hamburguesas, Ryan ha esculpido un oro como este entre máquinas de pesas y concentración sin que le hagan falta trajes mágicos. "Si fuera por mí, volvería a la época en la que todos llevábamos una hora de parra. Ahora se demuestra quiénes son los mejores nadadores", dice sin rubor.

Empezó a nadar a los cinco años bajo la tutela de su padre Steven y su madre Ike, ahora divorciados, pero fue en la Universidad de Florida cuando el preparador Gregg Troy explotó el enorme talento de Lochte, que hace las delicias con ese peculiar estilo de patada bajo el agua que le permite recorrer distancias insospechadas. Confesó que si no fuera nadador sería diseñador de ropa, aunque en 2007 se graduó en Administración Deportiva. "Me he prometido que dejaré la piscina cuando deje de ser divertido", apuntó cuando no pensaba en bajar de la nube a Phelps, a quien no le basta ya con dormir con trajes especiales que no le hinchen en demasía los músculos ni en fiarlo todo a su sentido y sensibilidad más que a sus poderosos brazos. El pulso todavía promete, aunque hoy competirán juntos en los relevos 4x100 libre en los que tendrán que luchar codo con codo contra el poderoso y amenazante equipo australiano del joven fenómeno James Magnussen. Eso sí, Michael se precipitó ayer desde la cúspide sabedor de que llegan nuevos tiempos.