Chartres

inglaterra se considera, seguramente porque lo es, el inventor del fútbol y ese poder divino de la creación no hace sino abundar en la frustración de sus ciudadanos cada dos años. Cuando se disputa un Mundial o una Eurocopa, los británicos se someten a la experiencia traumática de compartir colchón con la esperanza y la razón. Sueñan con un éxito de su selección, pero la experiencia les dice que eso no ocurrirá. Llevan así unas décadas. Lo mismo con el tenis. Andy Murray cayó hace unas semanas ante sir Federer en la final de Wimbledom y alargó un año más la espera de lo que ya nadie espera. Con el ciclismo ocurre lo contrario: tradicionalmente vinculada a la pista, nadie confiaba en que un inglés en bicicleta pudiese ganar alguna vez el Tour. El éxito de lo inesperado requiere su proceso de digestión. David Millar ganó hace unos días la etapa de Annonay, aquella que rozó Egoi Martínez, y cuando le preguntaron por el liderato de Wiggins respondió que hace una década, cuando empezaba a ser alguien en el ciclismo, no hubiese podido imaginar que alguna vez un británico podría ganar el Tour. Millar pertenece a una de las últimas generaciones que han dado lustre al ciclismo inglés en la carrera francesa. Ha ganado tres etapas y vestido el maillot amarillo, pero su brillo en Francia es, principalmente, anterior a su confesión de dopaje en 2004, cuando, descendido del pedestal, decidió empezar a construir un nuevo personaje, el nuevo Millar que describió en su libro 'Pedaleando en la oscuridad' como un protestante arrepentido y reconvertido.

Ningún día del Tour reúne tantos símbolos para el ciclismo inglés como aquel de hace unos días en Annonay. Ganó la etapa Millar, Wiggins iba camino de París envuelto en su jersey amarillo y ambos evocaron la muerte, 45 años, de Tom Simpson en las laderas del Ventoux. Simpson representa el pasado legendario del ciclismo inglés. Es la referencia histórica. Antes de morir en la subida al volcán en 1967 había ganado dos años antes el Mundial de Tolosa, además del Tour de Flandes, la Burdeos-París, la Milán-San Remo o el Giro de Lombardía, además de ser el primer inglés en vestir de amarillo. Lo hizo un 5 de julio de 1962. Anteriores a él, solo hubo unos pocos aventureros que se animaron a saltar el Canal de la Mancha para correr el Tour. Están los pioneros Charlie Holland, un pistard, y Bill Burl, que tuvieron que compartir equipo con canadiense Pierre Gachon para que Desgrange les dejara participar en la edición de 1937. No duraron mucho. Burl se estrelló contra un fotógrafo en la primera etapa y se partió la clavícula, mientras Holland no pudo superar una avería en la 14ª jornada y se fue para casa sin lograr ser el primer inglés en acabar el Tour. Ese honor fue para Brian Robinson, 29º en 1958. La década siguiente fue la del esplendor de Simpson y su dramática muerte en el Ventoux. Al día siguiente, el pelotón dejó que Barry Hoban, las gafas oscuras ocultando los ojos de cristal y la gorra blanca de Mercier, se adelantase unos metros y ganase la etapa de Sete. Fue la más emotiva de las ocho que consiguió Hoban en el Tour. Solo Cavendish, 22 triunfos, tantos como Darrigade y Armstrong, tiene más victorias que él. Los 80, antes de que Stephen Roche, un irlandés, ganase el Tour, fueron los de los destellos en montaña de Robert Millar, un escalador que ganó tres etapas excepcionales: en Luchon en 1983; en Guzet Neige, en 1984; y en Superbagneres, ante Delgado, en 1989. Luego, llegaron los contrarrelojistas. Antes que Millar, Boardman, hijo de la pista, ganó el primero de sus tres prólogos en el Tour en 1994, el mismo año en el que vistió de amarillo Sean Yates, un gregario que ahora dirige el Sky que ha conquistado con Wiggins el primer Tour de la historia para Inglaterra. Además de firmar el primer doblete de un equipo desde Riis y Ullrich en 1996. Cuando le achacan a Wiggins su falta de tradición ciclista, el ganador del Tour responde que la ignorancia reside en esa afirmación y recita a la perfección la historia de Hoban, Robinson y los pioneros. Añade que él empezó a andar en bicicleta sobre un rodillo y frente a los posters de Indurain que tapaban la pared de la habitación del apartamento de uno de los barrios pobres de Londres. Y que adora al campeón navarro, pero que se le eriza la piel cada vez que sube el Ventoux y recuerda a Simpson como aquel Tour de 2009 en el que se jugaba en las laderas del volcán el podio de París en el que hoy se retrata en lo más alto, de amarillo.