París. Rafa Nadal se convirtió ayer en el primer tenista en sumar siete títulos de Roland Garros al doblegar por 6-4, 6-3, 2-6 y 7-5 al número uno del mundo, el serbio Novak Djokovic, en una final disputada en 3 horas y 49 minutos que la lluvia obligó a repartir en dos días. El mallorquín repitió el guión de la víspera y salió encendido a la Philippe Chatrier, donde el domingo se había detenido el encuentro después de tres horas de tenis, con un tanteo de 6-4, 6-3, 2-6 y 1-2 para Nadal.

Quebró de inicio el saque de Djokovic, se apuntó tres juegos seguidos y subió un 3-2 al marcador. Nadal parecía implacable, pero las fuerzas se fueron igualando en esta final aplazada, la primera en 31 años, y la lluvia volvió a reclamar protagonismo. El cielo encapotado rompió en agua y a punto estuvo de volverse a interrumpir el encuentro, con 5-4 para Nadal. El drama aumentaba.

“Por favor, proteged las bolas”, le dijo Nadal al juez árbitro, el sueco Steffan Fransson, que convino con los jugadores esperar un par de minutos con la esperanza de que el sol le ganara la batalla a los chaparrones. El mallorquín quería evitar que, como en la víspera, la lluvia hiciera las bolas más pesadas, lastrando el bote de sus tiros. Esas bolas pesadas habían contribuido en la víspera a que el serbio regresara a un partido que tenía muy cuesta arriba, al endosarle ocho juegos a cero al español.

El cielo se mostró clemente con el tenis, los dos mejores tenistas del mundo reanudaron el duelo y llevaron el tanteo hasta un 6-5. La final, en la que Nadal se jugaba el plácet de la historia para adelantar al sueco Bjorn Borg en títulos de Roland Garros y en la que Djokovic intentaba cerrar los cuatro Grand Slam de manera consecutiva, tomando el relevo de Rod Laver en 1969, se volvía más eléctrica. Pero Nadal no sucumbió a esa presión, que sí pudo con Djokovic. Con una doble falta, el serbio dejó el marcador en un definitivo 7-5. El mallorquín cayó arrodillado, fulminado por el éxito y se fue a buscar el abrazo de los suyos en las gradas para celebrar que había ganado la 111ª edición de Roland Garros. Tocaba su séptimo cielo.

Atrás quedaba el abrupto primer acto del día anterior, con un Nadal pletórico que parecía iba a sumar su tercer Grand Slam de París sin ceder un set, como en 2008 y 2010, y en el que la lluvia jugó un papel determinante. Nadal había saltado a la pista el domingo apabullando al serbio y endosándole un 3-0, con bola para el 4-0. Después Djokovic mejoró, pero no lo suficiente para arrebatarle el set. La segunda manga parecía seguir la misa línea, con Djokovic perdiendo su servicio de inicio y Nadal alternando una nutrida paleta de golpes a diferentes alturas que incomodaban al de Belgrado. La metáfora de su frustración alcanzó su clímax cuando el serbio reventó su banquillo de un raquetazo, lo que le costó una advertencia del juez de silla y una pitada formidable del público.

Había transcurrido una hora y cincuenta y dos minutos de juego cuando las nubes descargaron los primeros chaparrones fuertes y el partido se interrumpió durante 35 minutos con un 6-4 y 5-3 en el marcador y saque para Djokovic. Tras la reanudación, Nadal recuperó el mando, cerró el segundo set con un 6-3 e inició el tercero con un 2-0 a favor. Pero el libreto cambió. Djokovic recuperó las buenas sensaciones con la lluvia y Nadal se iba diluyendo en la pista. El serbio le rompió tres veces seguidas el servicio, le asestó un parcial de seis juegos a cero y se apuntó el tercer set por 2-6 antes del parón.

Los nervios, las interrupciones, las tormentas. El drama de una exquisita final de Roland Garros entre los dos mejores tenistas del mundo quedó atrás cuando Nadal volvió a morder la Copa de los Mosqueteros, por séptima vez. “Siempre tengo sitio en casa para un trofeo de Roland Garros”, bromeó Nadal con el micrófono ante el público de París que, una vez más, veía como el mallorquín, de 26 años recién cumplidos, se coronaba rey absoluto de la arcilla de París. Bjorg es ya otra muesca en su cinturón.