TREINTA y cinco años después del disgusto de no poder levantar el trofeo de campeón en la primera final europea que disputó, la decepción que se han llevado el Athletic y su afición en su segunda comparecencia por un título continental ha sido aún mayor. Si en 1977 se quedaron con la miel en los labios después de un impresionante asedio sobre la portería del legendario Dino Zoff y únicamente por el valor de los goles en campo contrario, frente al Atlético de Madrid el equipo bilbaíno en ningún momento llegó a tener la opción de engrandecer sus vitrinas con un premio que sería un hito en los 114 años de la entidad rojiblanca.

Contra Falcao y las huestes del Cholo Simeone, el conjunto vasco distó mucho de ser el que puso en un serio brete a la Juventus y su recordado portero. Entonces el Athletic luchó hasta el final. En la capital rumana, los de Marcelo Bielsa casi ni compitieron. Fue un castigo quizás exagerado pero de ninguna manera injusto a un equipo que perdió en el momento decisivo la magia que le había llevado hasta ahí. Lo que le ocurrió al Athletic, en todo caso, puede tener una explicación más mental que futbolística: puede tener que ver con la de la tremenda presión que sintió sobre sus hombros una casi imberbe generación de chavales que se veía depositaria de la tremenda ilusión rojiblanca desatada en cada pueblo, cada calle, cada balcón y cada rincón de Bilbao y Bizkaia.

Un deseo con el que refrendar la singular manera de concebir el fútbol, diferente pero ni mejor ni peor que otras, de un club que tiene buena parte de su esencia en la tradición y la reivindicación de lo propio. Aunque, por encima de todo, el Athletic es su afición. Una marea de seguidores rojiblancos que le acompañan en masa allá por donde va -por ejemplo, Bucarest- y que le difícilmente desiste. Por eso fue significativo el estado de shock en la grada del Estadio Nacional rumano de los más de 12.000 seguidores llegados desde Bilbao durante un partido muy que alejado de lo que esperaban.

Y que los 40.000 espectadores que se dieron cita en San Mamés, a casi 3.000 kilómetros de donde se jugaba el encuentro, prefiriesen el regreso a casa a una celebración posterior aunque solo fuese para premiar el esfuerzo de su equipo.

Pero la derrota fue muy dura. El Athletic salió casi derrotado, fue recibiendo golpes y no le valió de nada intentar negarse a ello en algunos momentos del partido. El fútbol, además, le dio la espalda. Le castigó con saña sus debilidades, que tuvo muchas, y no le concedió ni una pizca cuando, más tirando de corazón que de cabeza, se esforzaba en, al menos, igualar en la medida de lo posible un choque ya muy desequilibrado. Treinta y cinco años son muchos. Y tras una decepción así, probablemente muy dolorosos.