Cuando un equipo se enfrenta a un rival que desprende talento y potencial por todos los poros de su piel como este Barcelona no hay lugar para diatribas. Ni siquiera si la derrota, como ayer ocurrió con el Baskonia, resulta tan dolorosa como los 19 puntos de diferencia (92-73) que el gigantesco videomarcador del Palacio de los Deportes mostraba mientras los jugadores de la escuadra vitoriana se retiraban a los vestuarios. Porque mucho más importante que el varapalo recibido a manos de ese kalashnikov con piernas llamado Juan Carlos Navarro es recordar hoy el sonido que la cubierta del pabellón madrileño rebotaba de nuevo hacia el parqué. Los miles de aficionados baskonistas desplazados a Madrid, así como aquellos que lo seguían por televisión desde la capital alavesa, no gastaron ni un minuto porque no hacía falta hacerlo en llevarse las manos a la cabeza tras quedar apeados de la lucha por el séptimo torneo copero. Conocida y aceptada la dificultad de la contienda, que esta Copa del Rey sirva para que equipo y afición vuelvan a ser uno, y que la comunión sobre cuyos cimientos el Baskonia ha elevado una catedral retorne a la senda de la que los últimos resultados parecían a punto de apartar. Hoy la Copa del Rey es ya un recuerdo del pasado. Toca mirar hacia delante, hacia esa ansiada Final Four y esa reválida de un título liguero que todavía tiene color azulgrana. La mitad de la temporada es historia. El futuro, pese a todo, debe volver a ser ilusionante.
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