Vitoria. El debut de Brasil en un Mundial siempre se espera con expectación. Acostumbra a ser promesa de una puesta en escena brillante, de jogo bonito, de genialidades al servicio de paladares exquisitos. Acostumbraba, más bien. Desde que Dunga se sienta en el banquilo, la verdeamarelha ha ganado en contundencia, en armazón, pero ha perdido toque y espectacularidad a raudales. Cemento por encima del talento, a imagen y semejanza del juego del seleccionador cuando se vestía de corto. Brasil mantiene intacto su condición de eterna favorita al título. Meterle un gol será una tarea titánica para cualquier rival. Otra cosa es cuando toque perforar la meta contraria.
Dunga confía ciegamente en una propuesta futbolística y nadie ha sido capaz de hacerle variar ni un ápice su controvertido libro de estilo. Triunfará o fracasará con ella. No le tembló el pulso cuando dejó a Ronaldinho fuera de la lista de 23 y la grada se ha acostumbrado ya a ver sobre el terreno de juego un centro del campo cuya misión es sembrar de minas las incursiones enemigas. Felipe Melo y Gilberto Silva se encargan de ello, aunque la necesaria construcción de juego se resienta y quede en manos de las intermitentes genialidades de Robinho y de un Kaká que llega después de su pésimo año en el Mundial, con Luis Fabiano esperando arriba.
Sabe Dunga de buena tinta que en su país son muchos los que esperan con el cuchillo entre los dientes en caso de que su proyecto fracase, pero él asegura que sus críticos se pierden más en las formas que en el fondo de la cuestión. "Los mayores reproches se producen porque muchos de mis entrenamientos son a puerta cerrada, porque no hay entrevistas exclusivas o porque no ceno con cinco o seis periodistas" aduce en su defensa. Hoy deberá probarlo en el Ellis Park de Johannesburgo, donde medirá fuerzas ante la desconocida Corea del Norte, un combinado que no debería ser rival para Brasil. En caso contrario, mal asunto para el muro de Dunga.