barcelona. Es el malo de la película. Él lo sabe, y le gusta. Mientras unos disfrutan siendo queridos, otros, como José Mourinho, sólo son felices viviendo en la polémica. Degustan la crítica por encima del halago, y su ego se siente más henchido al ver caer que al levantarse. Por eso, y aunque todavía deberá esperar una semana para confirmar su gesta, el entrenador del Inter de Milán está disfrutando como un pez en el agua desde que el pasado martes levantara un muro de contención en mitad del camino del Barcelona hacia la final del Santiago Bernabéu. El ángel Guardiola enfrentado al diablo Mourinho, el yin y el yang como dos caras de una misma moneda. Ambos comparten éxitos y una personalidad que engulle todo lo que sucede a su alrededor como un agujero negro, pero mientras uno lo hace desde la dulzura y las buenas palabras, el otro es un tsunami de incorrección, como bien demostró una vez finalizado el 3-1 al lanzar sus cuchillos hacia el Barça: "He visto cosas del rival al final del partido que son impropias de un equipo de su categoría. Después de ver esto ya me imagino lo que nos podemos encontrar en el partido de vuelta en el Camp Nou". El técnico luso ya puede presumir de ser el anti-Guardiola que tantos ansiaban. En San Siro dio un repaso táctico al cuadro culé, impotente ante la presión de los jugadores del Inter. Mourinho ha sabido sacar provecho de una plantilla eminentemente física, pero llena de buenos jugadores al fin y al cabo.
Lejos quedan ya sus años como traductor -o intérprete como le gustaba denominarse- en Barcelona de la mano de Bobby Robson. Ninguneado por todos en su etapa como segundo entrenador barcelonista, el preparador portugués ha rumiado su venganza durante años como si su estancia en el Oporto o el Chelsea fueran sólo un paréntesis hacia una meta que puede alcanzar la próxima semana si elimina al Barça y mete al conjunto italiano en su quinta final de la Liga de Campeones.
Desde que aterrizó en tierras transalpinas el pasado verano con un contrato de nueve millones de euros anuales bajo el brazo, José Mourinho ha dispuesto de un cheque en blanco para hacer y deshacer a su gusto. Se ha construido un despacho nuevo en las instalaciones deportivas del Inter y ha levantado muros alrededor de los terrenos de juego para evitar miradas indeseadas. Él decide qué jugadores pueden hablar con la prensa y en qué momento, y ha sabido ganarse la confianza de los pesos pesados del vestuario, que encuentran en su entrenador al saco de golpes que les evita las críticas más incisivas. En el epicentro de la historia del Arte, José Mourinho es el paradigma de hombre renacentista.