Arrate, uno de los templos que cose la religión ciclista, un santuario en el mapa de asfalto de la cartografía de piernas que ha tejido la memoria de piñón y catalina, se alcanza a pedales, penando, en un acto de contrición, como el de los peregrinos que se acercan al cielo. Es el mismo camino. Hasta allí zigzagueó José Antonio González Linares en 1972, cuando hizo cumbre en la Vuelta al País Vasco. La primera de cuatro. Coronado, glorioso, Linares dejó la bicicleta apoyada en la cresta, en la atalaya, para conducir su premio montaña abajo. "El premio del campeón de la carrera era un Simca 1.000, de buena gama. Así que cogí el coche y lo llevé hasta Matiena", desengrasa el cántabro, criado en Euskadi. "Yo me hice ciclista en el País Vasco. Corrí como amateur y luego estuve trece años en el KAS. Correr en ese equipo era como hacerlo en el paraíso. Había un gran compañerismo. Éramos como una gran familia y todos los premios se repartían a partes iguales. Incluso a los mecánicos y auxiliares les dábamos el 10% de las ganancias". Cubierto por aquel maillot lanudo, amarillo y azul, la bandera del ciclismo vasco, su epítome, las patillas gruesas, setenteras, conquistó Linares, arropado por "aquel maravilloso equipo", cuatro ediciones de la ronda vasca: 1972, 1975, 1977 y 1978.

A Matiena desembocó Linares con una idea: vender el coche. "Yo ya tenía uno y estaba bien. Además en aquella época no te podías permitir tener dos coches, así que vendí el coche al equipo, a Basualdo, y el dinero que sacamos por él lo repartimos entre todos. Los premios que se lograban en las carreras eran para todos los del equipo, corrieran o no. En 1970 ganaba 15.000 pesetas al mes y por premios al final del año gané 500.000 pesetas, como dos pisos de entonces". Recuerda el cántabro, que será homenajeado hoy por la organización por el hito que nadie ha logrado, la cilindrada del mítico Simca, pero no acierta a ponerle un color a la carrocería. "No lo recuerdo bien, pero supongo que sería azul, como el maillot que daban al ganador", expone Linares, que enumera el calendario, sus hojas, mediante el surtido de maillots que le abotonan los recuerdos y las anécdotas, prolíficas en aquel ciclismo "en el que no se suspendían las etapas por la nieve. Yo tengo fotos de estar corriendo cubierto por la nieve", dice el ex ciclista cántabro.

A Linares no sólo las fotografías le alimentan la memoria, también la piel, tan sensible, tan expuesta, tan absorbente, le pellizca el habla, nítida con cada recoveco de los pasajes que compusieron su biografía. "Nunca se me olvidará el día que gané en Aretxabaleta, en un día de perros. La etapa empezó en Fuenterrabía y ya en el primer puerto del día empezó el agua nieve, hacía un frío insoportable. Gané la etapa escapado". Después rastrea aquel día, aquel maillot empapado, que "pesaba como un muerto", y las piernas, moradas, trémulas por el frío. "Tengo la idea de que iba muy rápido, supongo que para tratar de calentarme, pero aquello era impresionante. Mientras pedaleaba tenía la sensación de que llevaba el cuadro partido porque la bici se movía un montón, cimbreaba de lado a lado". Galopando como un funambulista, rodeado por la tez lívida de la nieve, en un congelador, a Linares la bicicleta trataba de descabalgarle. "Pensaba que llevaba el cuadro roto y se lo pregunté a Antón Barrutia, mi director. Él miró la bicicleta y me dijo: "El cuadro está bien; la bici se te mueve tanto por la tiritona que llevas encima". Es que ese día iba helado, no sé ni cómo acabamos aquella etapa", desgaja Linares, un ciclista pétreo, rudo, inquebrantable, ganador.

Perurena, helado También lo era Txomin Perurena, que alcanzó la meta tieso, hierático, un hielo sobre la montura. "Le bajaron de la bicicleta a duras penas y, claro, para que entrara en calor le dieron coñac, se tomó un buen trago. Antes se entraba así en calor". Sucedió que Txomin no casaba con el aguardiente. "Él no estaba acostumbrado y le sentó muy mal. Lo recuerdo en la bañera del hotel, dándose un baño de agua caliente para reaccionar, intentando quitarse el frío de encima. Le llamó por teléfono su mujer y contesté yo porque él no estaba para nada", reconstruye Linares con el ánimo jocoso. Lo tenía más enardecido en la Sierra de Urbasa, atizado el pálpito del corazón por la nieve y una etapa de trinchera. "Era una guerra. Yo iba sólo con López Carril del equipo. Éramos doce en el grupo y el día fue muy duro". En 1972, arribaba la etapa a Iruñea, pero en las montañas, hubo varias emboscadas en un día ártico. "No había más que ataques. Fue una batalla. Hice segundo en Pamplona". La escasez de viandas, "entonces sólo tenías lo que habías llevado y la bolsa del avituallamiento, no como ahora que te puedes alimentar en cualquier momento", impulsó las pájaras, que no hacen distinciones y lo mismo alcanzan a la tropa que a los generales. "José Manuel Fuente se tuvo que parar nada más pasar Casalarreina porque no iba a llegar a tiempo a meta del hambre que tenía. Así que se fue a un bar y se compró un bocadillo", remata Linares, el hombre que reinó entre la tiritona y el Simca 1.000.