a música del azar suena con inocencia. Somos nosotros, los que la escuchamos, quienes interpretamos el significado de lo que tal vez nada pretendía. Por casualidad o pese a ella, esta 69ª edición del SSIFF culminó con un filme cuyo ADN sabe mucho del llamado cine quinqui de los años 80. Y de aquel cine sobre los desheredados que jugaban a ladrones en el marco de una cinematografía, la española, tan ajena al cine policíaco; la película de Carlos Saura, Deprisa, deprisa, aparece como su principal cima.

Como el SSIFF se inauguró con un cortometraje de Saura en torno a la guerra civil, se provoca una cierta paradoja en acabarlo con Las leyes de la frontera, una incursión en el cine de la transición que tanto evoca al que fue quizá el último gran filme de Saura. Tras aquella incursión de 1981, casi todo lo que atraería a Saura fue derivando hacia coreografías desconectadas de la realidad. Tras Deprisa, deprisa, Saura fue enmudeciendo pertrechado en impactantes espectáculos de luz y sonido muy alejados del cine alegórico y contestatario de títulos como La caza, Cría cuervos y Mamá cumple cien años.

El acercamiento que Daniel Monzón hace a partir de la novela de Cercas al tiempo del jaco y la aguja, a los arrabales de las grandes ciudades condenadas a desaparecer para asumir la modernidad, se reviste con las señas de identidad del director de Celda 211. A estas alturas nadie ignora su querencia por los fuegos artificiales, por el exceso y la aventura. Tampoco su capacidad para fabricar éxitos de taquilla. Si se cruzasen los protagonistas de Deprisa, deprisa con los de Las leyes de la frontera se detectaría la abismal distancia que separa lo que se recoge in situ de lo que se recrea y/o mitifica.

La crónica de Cercas, ubicada en una Girona capital de provincias, gira en torno a su lumpen, a la sangre del barrio chino, a los zombis de las chabolas del extrarradio, a quienes la droga, la cárcel y el sida diezmaron hasta casi su total extinción. En ese paisaje y con ese paisanaje, Monzón levanta un producto profesional. Recrea la Girona de los años 70, la de los salones recreativos y pandillas de delincuentes desesperados, y muestra esa carne de picadora con extraordinaria verosimilitud. Sortea el cartón piedra del Cuéntame de sus inicios y se beneficia de un buen reparto donde Marcos Ruiz y, en especial Begoña Vargas, se comen la pantalla. Ambos y su historia de amor con ecos de Verona, ella gitana, él, charnego que parlacatalá, se alza como la espina dorsal de una relación casi imposible.

La recuperación de aquel pasado arroja luces para analizar el tiempo del ahora. Pero a Daniel Monzón los entresijos de su relato le importan más como pretexto que como materia narrativa. En su deseo de dar espectáculo, el filme abandona la cohesión interna que debe prender a sus personajes para recrearse en las persecuciones y los atracos. Comparada con Deprisa, deprisa, la brillantez de las persecuciones, la agilidad de su ritmo, la fuerza de las secuencias, impone la realidad de la industria del cine español. O sea, los cuarenta años que las separan se hacen perceptibles.

Otra cuestión sería analizar los arquetipos representados. Allí donde Saura impuso un sobrio y casi hasta naif naturalismo juvenil, aquí el maquillaje y la hollywoodilización de los arquetipos desactiva la veracidad de las descripciones que Javier Cercas impone a su relato. Un retrato hecho con pena y duelo sobre las víctimas perdidas de lo que fue el final del franquismo y el comienzo de una nueva etapa, menos nueva y menos renovadora de lo que se propugnaba.

Así, con inequívoco sabor retro y con una historia que se digiere sin esfuerzo y se hace perdonar sus excesos por el magnetismo de sus actores, Monzón ilustró la sesión de clausura de una edición donde en la sección oficial se llenó de cine español. Un cortometraje, seis largometrajes -cuatro a concurso- y la serie de Amenábar dan fe de esta apabullante presencia.