uno de mis hijos le cuesta horrores quedarse en el cole. “Me voy a poner triste porque necesito”, me advierte cada vez que vamos de camino. Le cuesta separarse de mí porque me dice que quiere estar siempre conmigo. Le cuesta separarse porque no ve necesidad de estar en otro sitio ni con otras personas. Me pregunta “por qué tantos días vamos al cole”. Y, en realidad, yo no sé muy bien qué contestarle. Porque separarme me cuesta tanto como a él, sobre todo cuando veo que muchas mañanas asoman las lágrimas por sus ojos verdes. Pero tengo la suerte de llevar a mis txikis a un cole donde él siempre se queda en brazos de alguien cuando me voy, asumiendo mi tristeza, procurando hacerlo con una sonrisa y recordándole que después iré a buscarles. Y él tiene la suerte de quedarse en brazos de alguien que le va a reconfortar, que va a entender cómo se siente y que, cuando se sobreponga, va a proponerle hacer algo que sabe que le va a gustar. Así que, cada día antes, recibo un mensaje en el que me dicen que está encantado preparando la mesa del hamaiketako, mirando con la lupa una pluma que ha encontrado o leyendo ese cuento del Grúfalo que mola tantísimo. Supongo que soy una sentimental. Pero me reconforta pensar que es bueno que cada uno tengamos nuestro espacio y que encontrar alivio cuando estás triste en ese espacio es un auténtico regalo. Por eso nunca estaré lo suficientemente agradecida a esas mujeres (en este caso) que acogen a mis hijos en sus brazos cuando lo necesitan y les enseñan el mundo por una ventana diferente, en un entorno seguro en el que las emociones son tan esenciales como aprender a leer, a contar o a identificar los colores. Supongo que también soy una idealista. Y las matemáticas, sin duda, son muy importantes para la vida. Pero algo me dice que identificar cómo te sientes y saber gestionarlo es más importante aún.