ue a la altura del jueves noche ya se tuviera la percepción completa de lo que ha sido esta Sección Oficial a competición, era algo insólito. Algo único en la historia reciente del SSIFF, que tiene su explicación en la rareza de un año raro. Lo mejor, y dentro de unos años se reconocerá como debe, ha sido la valentía, el esfuerzo y el trabajo del SSIFF para sacar adelante un festival en el que se ha trabajado más que nunca para no escurrir el bulto. Todas las personas con deberes en el SSIFF han dado más que nunca y ante menos público. Lo fácil hubiera sido ponerse de lado, suspender, hacerlo online y escudarse en el año que viene. No se ha hecho así y, pese a que ayer incluso las tormentas y los truenos aconsejaban recluirse, el SSIFF ha salido adelante, se ha echado a las salas de cine y lo ha hecho dignamente; con una Sección Oficial indiscutiblemente competitiva y competente.
Era difícil. La producción nacional estaba en desbandada y los grandes títulos internacionales se han guardado para el año próximo. Por si fuera poco, las visitas remoloneaban su venida y la incertidumbre de la evolución de la pandemia y sus contagios suponía una amenaza constante. Pues bien, vistas las trece propuestas a concurso de la Sección Oficial, se reitera la sensación de que ha sido una prometedora cosecha en el peor año de todos.
Del cine español solo había dos representantes, ambos atípicos. El primero, una pesadilla sobre el mundo de la brujería en el interior del País Vasco en el siglo XVII. El segundo, un documento desolador filmado en el sur de EEUU en torno a la dificultad de aplicar la justicia cuando lo que está en juego es el futuro de menores de edad y se pelea con emociones y deseos. Es evidente que Akelarre no vuela, como sus protagonistas, y se pierde en el fondo del acantilado que intentaba sobrevolar pero, sin embargo, el filme de Méndez, Sala del juzgado 3H, tan sólido en su enunciado como austero y escaso en sus recursos cinematográficos, logra el objetivo de subrayar la amargura de llegar al veredicto justo, aunque no pueda ocultar la humildad de la empresa y el corto alcance de sus medios.
Entre lo que se destaca como obra premiable, el filme de Julien Temple, ese monumento antológico y vibrante a Shane MacGowan, y la inteligente y compleja humorada de Thomas Vinterberg, Druk (Another Round), presentan poderosas razones por más que, como el resto de las películas de esta edición, todo se revista con el disfraz de lo singular y lo desacostumbrado.
Por eso mismo, en un panorama tan radical, la aparición de Dea Kulumbegashvili con Beginnig se perfila como una “propuesta” que no puede irse sin algún reconocimiento. El peso o la jerarquía del galardón dependerán de la osadía y riesgo que quiera asumir el jurado.
Un jurado que este año lo tiene más fácil que nunca porque sabe que puede optar por muchos títulos y en todos y cada uno de ellos, hay razones y argumentos más que suficientes. Por ejemplo, el filme de Ozon, no es el mejor de su historia, pero Ozon nunca filma en vano. O lo mismo acontece con la irrupción de otra rareza nipona Any Crybabies Around? , de Takuma Sato; filme extremo al que la sombra de Beginning podría dejarle sin sitio. No es esperable que el jurado se extreme de manera tan radical, aunque un vistazo a sus integrantes daría para sospecharlo.
Películas premiables por unos u otros méritos serían Nosotros nunca moriremos, de Eduardo Crespo, solvente, ejemplar y riguroso viaje para descubrir el final de un hijo, y Supernova, cine clásico con interpretaciones que se gustan porque rozan lo extraordinario.
Desconcertantemente irregular, a veces de sutileza extrema, a veces, con tropiezos de estética de anuncio, aparece la película de Naomi Kawase, True Mothers. Defendible en sus excesos también aparece la obra del lituano Bartas y con los mismos argumentos de impostura, pero en clave china, Wuhai también tendría algún resquicio, por ejemplo, por su aportación en la fotografía.
Puestos a alcanzar algún reconocimiento, si Passion Simple, de Danielle Arbid, aparece como un título menor, el hacer de su protagonista, Laetitia Dosch, podría redimirle de su escaso calado. No hay demasiadas interpretaciones de alta presencia y la exhibición permanente de Dosch le brinda razones para recordar su presencia como un buen trabajo.
Lo dicho, el jurado no lo tiene difícil. Porque en un año horrible, la calidad media de la Sección Oficial resulta más que solvente, lo que también compensa el esfuerzo extremo del SSIFF a lo largo de la 68ª edición.