Dirección y guión: Pilar Palomero Intérpretes: Andrea Fandós, Natalia de Molina, Carlota Gurpegui, Zoe Arnao, Julia Sierra País: España. 2020 Duración: 100 minutos

ay relatos en los que se acumulan decenas de anécdotas, incontables personajes; pero prácticamente nada sucede en su interior salvo una confusa algarabía. Hay otros, que hacen de la inmovilidad y la contemplación su libro de estilo; y, sin acontecer en ellos nada, la mirada se abisma hondo y el público presiente la llamada de lo inexplicable. En Las niñas se produce un cruce, un intersticio singular. Se diría que es un fresco, una remembranza agridulce que aúna una proliferación de rasgos y relatos con la contención de quien prefiere insinuar a recalcar, de quien opta sugerir antes que (de)mostrar. Las niñas, película con la que debuta en la dirección de largometrajes Pilar Palomero, no incurre en ninguno de los lugares comunes a los que nos tiene acostumbrado eso que se entiende por cine español. Para comenzar aunque su título sugiere la coralidad, su naturaleza descansa en la subjetividad de una decisiva y fundamental protagonista. Concebida como una fantasía coral para violín y orquesta; la batuta vuela en la mano de Pilar Palomero y el primer violín, una niña llamada Andrea Fandós reclama la injusticia de quienes tanta animadversión destilan contra la interpretación infantil.

Lo que Andrea Fandós transmite en Las niñas pertenece al orden de lo extraordinario. Tanto que, la identificación entre la mirada que filma y el sujeto que hechiza el tiro de cámara, alcanza la excelencia. En esta colección de gestos y secretos, de silencios y ausencias, se disuelve el artificio de lo recreado para revestirse con la autenticidad de lo que es ajeno a la impostura. De lo que sabe Las niñas es de mirar hacia atrás, hacia un tiempo cercano, aproximadamente el que se corresponde con la edad de la directora cuando era como esa niña protagonista de su historia. Y de lo que se habla en Las niñas no es sino del desencaje entre una niña que se adentra en la pubertad y una madre que sobrelleva como puede una situación de naufragio afectivo y escasez económica. Para la hija, Celia, ha llegado el tiempo de la primavera. Cada día Celia participa con sus compañeras y amigas en un colegio escolapio en la Zaragoza del año olímpico y la Expo sevillana, en la percepción de su sexualidad, en el reconocimiento de su cuerpo.

Unos pechos que empiezan a reclamar sujeción porque el de otras niñas ya lo exigen, unos labios que se pintan de rojo, unos bailes donde los primeros escarceos amorosos se llenan de ingenuidad y torpeza. Todo lo captura con precisión, sin subrayados, sin muletas de artificio una Pilar Palomero que irrumpe libre de complejos y con el suficiente oficio como para no dejar ningún fleco al aire. Se le compara, resulta inevitable, con Verano 1993, sin duda hay elementos para sostener una analogía entre ambas. Dos óperas primas de dos cineastas que se sirven de sus propios recuerdos, más o menos maquillados, para cuestionarse por su propio rol como cineastas. Pero hablar de la infancia y de la primera juventud ha sido una constante en el relato cinematográfico. Francia lleva un siglo largo dando lecciones magistrales sobre el tema.

Pero no menos magistral resulta Las niñas porque en ella se entrecruzan de manera feliz la competencia de un equipo joven, que cuida desde los pequeños detalles del atrezzo hasta la recreación histórica -hay más trampas en recrear el pasado inmediato que en simular la Edad Media-, con la sensibilidad de quien desgrana la historia.

No hay que olvidar que si en Las niñas, hay un violín prodigioso y solista llamado Andrea Fandós, a su lado hay un exquisito grupo coral que no solo están a su altura sino que sostienen a golpe de contención y espontaneidad algo que solo muy de tarde en tarde acontece en una pantalla de cine. Aquí eso ocurre con la epifanía de que en ella hay niñas y mujeres, como Palomero, como Natalia de Molina, así como buena parte de las niñas que aquí están llamadas a alumbrar el cine español de la próxima década.