abría que ser adivino, o echador de cartas, o intérprete de sueños, para conocer a ciencia cierta cuáles eran las intenciones definitivas de aquel genio megalómano que fue Napoleón Bonaparte. Allá por 1810, y quién lo iba a decir, le rondaba por la cabeza un plan preciso: la anexión de los territorios situados entre el Ebro y el Pirineo. El 8 de febrero de ese año, sin pensárselo dos veces, decretó la formación del Gobierno de Nafarroa, independiente del de su hermano, José I rey de España. El 20 del mismo mes, puesto a decretar, decreta la formación del Gobierno de Bizkaia, formado por las tres provincias Vascongadas y cuya sede iba a ser Donostia. Nada menos. Napoleón, para decir la verdad, pretendía hacer realidad el sueño del político labortano Domingo Garat Hiriarte, quien llevaba ya dos años defendiendo su plan unificador para el País Vasco por ministerios y cancillerías.

Garat, nacido en Baiona y perteneciente a una importante familia de políticos y hombres de letras, puso su mejor empeño en defender los intereses de su tierra. Claro que, también, pretendía así defender sus intereses de clase. Pero la intención parecía buena; tan buena como fantasiosa. Vean, vean su ilusorio proyecto:

En el marco del imperio napoleónico, los vascos de ambas vertientes del Pirineo se integrarían en un Estado autónomo que se llamaría —nada menos— “Nueva Fenicia”. Este estrafalario Estado comprendería dos departamentos con denominación no menos extravagante: “Nueva Tiro” y “Nueva Sidón”. Fundamentaba Garat esta creación en algunas motivaciones razonables (idioma común, analogía legal por sus fueros, similares rasgos culturales) y otras más extrañas como pudiera ser lo que él llamaba “hidalguía colectiva”.

Claro que Garat no daba puntada sin hilo y, así, señalaba a Napoleón que la división en dos departamentos, dos naciones, debilitaría su potencialidad y sería preciso unirlas bajo un solo poder: el del emperador Napoleón.

Garat, en su proyecto, mantenía unos ciertos ramalazos de lucidez unidos a estrambóticas deducciones. Así, para eliminar las diferencias que la creación de este Estado pudiera provocar entre Francia y España, la organización territorial de los dos departamentos había de realizarse de tal forma que facilitara la pertenencia a los mismos de los territorios con relaciones arraigadas en la historia (Nafarroa Behera-Valle del Baztan-Lapurdi). Habría de fomentarse asimismo la creación de escuelas y universidades que cultivaran en euskara.

Este proyecto, en el que se entremezclan reflexiones propias del pensamiento mítico (vascoiberismo, cantabrismo), tenía como objetivo la creación de un Estado Vasco que, convertido en potencia marítima, estuviera al servicio de la política napoleónica frente a Inglaterra y, por otra parte, actuara como fuerza disuasoria frente a la resistencia española.

Los acontecimientos posteriores, la derrota de las fuerzas francesas en España y la decadencia del Imperio dejaron el proyecto de Garat archivado en el sueño de los justos.