Esta es la historia de un grupo de riesgo que ya estaba en riesgo antes de la pandemia.

Esta es la historia de unos ovillos de lana que se convirtieron en producto de primera necesidad.

Esta es una historia de amor.

¿En serio? ¿Una historia de amor en medio de una catástrofe?

Nos conocimos hace trece. En menos de un año ya vivíamos juntos. Él necesitaba una mujer que pusiera en orden su vida, además de sus camisas, sus pantalones, sus cajones... Y creo que yo lo que realmente buscaba en él era poder posar mi cara en su pecho, que rodeara con sus fuertes brazos mi cuerpo, sentir su protección.

La protección de un hombre.

Su maldita protección.

Quién me iba a decir entonces que iba a acabar necesitando que me protegieran de él.

Cada uno busca lo que le han enseñado que debe buscar. Y a nosotras y a ellos nos han enseñado que busquemos cosas diferentes. Es lo que me dice Ainhoa, mi vecina, ahora que hablo todos los días con ella de balcón a balcón. En este nuevo tiempo he descubierto que Ainhoa, con la que hace un mes no cruzaba más que un saludo en el ascensor, siempre sabe ponerle nombre a todo lo que nos ocurre. Por algo se dedica a escribir. Eso también lo he sabido ahora.

Nos separamos hace año y medio. Me separé de él. Huí. Salí corriendo. Salimos mi hijo y yo. Mi hijo salió con un jersey de capucha y once años de tensión y gritos a cuestas. Fue un acto de autodefensa. Entendí que la protección estaba en cualquier sitio menos en su pecho. Primero salimos nosotros de casa, luego el juez nos permitió volver para quedarnos y fue él quien tuvo que salir. No sé exactamente donde vive ahora, pero sigo recibiendo sus mensajes, y cuando los recibo deseo con todas mis fuerzas que viva muy lejos. Y cierro la puerta por dentro con llave. A veces mi hijo me pregunta por la noche, ¿ya has cerrado bien la puerta, ama?

En doce años me convirtió en una isla. Esto también me lo dijo Ainhoa, lo de la isla. También ha sido capaz de ponerle nombre a eso. Es buena con las palabras. Durante los primeros años aún mantenía contacto con algunas amigas, los viernes tomaba algo con los compañeros de trabajo… El nacimiento de nuestro hijo fue la excusa perfecta para cortar con todo. Primero por mi embarazo, no te conviene salir mucho, no se te ocurrirá beber vino, tú quédate en casa y descansa, ya me quedo contigo si quieres... Me compró un ordenador portátil para que los sábados por la tarde viera películas en la cocina mientras él veía el fútbol en el salón. No he tocado ese portátil desde entonces, lo tengo escondido al fondo del armario, junto con algún objeto más que no quiero volver a ver. Y luego, una vez nacida la criatura fue como tener una bola atada con una cadena al pie. Antes del embarazo salíamos a cenar los fines de semana. A partir de ser madre, empezó a salir solo. Antes trabajaba ocho horas, luego las reduje a la mitad para poder cuidar al crío, al final dejé de ser necesaria en el trabajo. No me renovaron el contrato. Me quedé en casa. No te preocupes, con lo mío nos llega. Esa trampa. Me quedé aislada. Lo de la isla, así exactamente como dice Ainhoa.

Una especie de mampara separa mi balcón del de Ainhoa. No nos vemos, pero oímos los ruidos y voces de nuestra vida cotidiana. En estos años nos hemos intuido regando las plantas o colgando la ropa, pero siempre hemos evitado coincidir, como con miedo a mostrar nuestra intimidad desde tan cerca. Si estaba a punto de salir al balcón y escuchaba movimientos en el suyo, esperaba. Ahora es al revés. Si la oigo salir al balcón salgo yo también, asomo la cabeza más allá de la mampara, ella también, y nos quedamos una frente a la otra, nuestros rostros colgados en el aire. Hablando.

—¿Tú crees que ya estamos a metro y medio?

—Sí, mujer.

Reímos.

Ainhoa vive sola. Él decía que es una tía rara. Que no se sabe muy bien cómo se gana la vida, todo el día en casa. Y que tiene pinta de lesbiana. No sé si lo de pinta de lesbiana lo llegó a decir en algún momento o me lo he imaginado yo después de ver algunas mañanas salir a la misma chica de su casa. Me pasa muy a menudo. Veo a una persona, observo una situación, y de pronto, de mi interior sale su voz, y me imagino exactamente lo que él diría. Y es como si lo dijera de verdad. Todavía está aquí dentro. Como una amenaza.

Antes de esta situación de confinamiento la amenaza era real, física. La amenaza era una cosa, como un objeto que puedes tocar, como puede ser una botella o un tenedor. Desde que nadie puede salir de casa pienso que él tampoco puede salir de su vivienda y me tranquilizo y, además, es un alivio saber que ahora hay gente durante veinticuatro horas al otro lado de mis paredes. Sus pasos y voces son un bálsamo para mí; sus ropas colgadas en los balcones se han convertido para mí en banderas blancas; sus notas en el portal, salvoconductos para una vida mejor.

Ainhoa y yo comenzamos a hablar por Jesusa, la vecina del 3o A. Un día, al de la semana de confinamiento, Ainhoa sacó la cabeza de la mampara de su balcón y tras saludarme por primera vez desde allí, me preguntó si sabía algo de la vecina de arriba, que en los últimos días no escuchaba la televisión, que siempre ponía muy alta... Ya sabes, vive sola, me dijo. No lo sabía, no sabía que vivía sola y al principio incluso me costó adivinar de qué vecina hablaba.

Al día siguiente volvió a aparecer al otro lado de la mampara para decirme que se había ofrecido a Jesusa para llevarle la compra y bajarle la basura. También le llevaría unas pilas para el mando de su televisión. Por eso no la escuchaba en los últimos días.

E hizo hincapié en la lana.

Me dijo que Jesusa se pasa el día haciendo punto, que eso la salva, y que se está quedando sin lana. Que hay que conseguir lana. Lo dijo con urgencia.

Y no dijo:

—Le hace falta lana.

Dijo:

—Nos hace falta lana.

Así, comenzamos a hacer turnos para llevarle la compra, bajarle la basura o preguntarle si necesitaba algo, y todos los días hablábamos en el balcón sobre las necesidades de Jesusa para el día siguiente. Generalmente hablábamos al mediodía y después de las ocho de la tarde, tras los aplausos a quienes viven la pandemia en primera línea.

Y así seguimos, aunque, estando las tiendas cerradas, sin conseguir la lana aún.

—Me niego a pedirla a Amazon, lo siento.

Ainhoa y sus principios.

—Igual deberíamos preguntar al vecindario, igual alguien tiene. Aunque no sé si nadie va a tener un ovillo de lana. Ya nadie hace cosas. Solo las compramos.

—¿Has visto el cartel del portal? Se ofrecen para prestar ayuda a quien lo necesite. Firman Red de cuidados populares o algo así. Igual nos pueden ayudar.

Podíamos pasarnos horas hablando. De balcón a balcón. Nuestros rostros en el aire.

Un día, sin que me lo preguntara, le expliqué por qué estábamos viviendo solos mi hijo y yo. Acabé contándoselo todo. Los desprecios de los primeros años, aún solo verbales; los empujones de los años siguientes, cuando llegaba tarde por la noche; la primera vez que me pegó, precisamente en el día de mi cumpleaños; las peticiones de perdón, llorando, el domingo por la mañana. Y todo lo que le siguió. Sentir que al cerrar la puerta de mi casa por las noches estaba echando la llave a mi propia celda; el enemigo en mi casa, en mi cama, en mi respiración siempre entrecortada, en mis movimientos silenciosos, como si quisiera pasar desapercibida todo el tiempo. Como si fuera aire. Como si fuera nada.

Con los cuellos estirados, nuestras cabezas en el aire… Se lo conté todo a pesar de las malas condiciones. En realidad, las malas condiciones permitieron que se lo contara. Si no hubiese llegado el virus jamás lo hubiese hecho. Pero su voz tranquila, serena, y esa mirada de quien te está atendiendo realmente, algo a lo que no estaba acostumbrada, además de ese proyecto común de ayudar juntas a Jesusa, de buscar juntas la lana que se había convertido en material de primera necesidad, todo ello me metió en un torbellino de confianza. Y encontré en ella ese pecho en el que posar mi cara que estuve buscando toda la vida en lugar equivocado.

Hablan de catástrofe. Pero catástrofes hay muchas.

Que te falte lana puede ser una catástrofe.

Esta historia continúa en www.borradoresdelfuturo.net