Contar que todo pasa y todo queda, como escribe Antonio Machado. Contar lo invisible, lo que tapa y destapa lo normal. Las gentes se ataban a lo normal como a un mástil. Les asustó siempre el canto de las sirenas incomprendidas. Les asustaba la naturaleza humana. Al virus no le asustó nunca eso. Mutar era su contar.
Contar lo que está al otro lado como se contaban los timbres del goteo tras la lluvia en los caños. Mirarse al espejo. Verse en presente Jelen. Verse en pasado Jelen.
Los tiernos golpes contra el pladur, una vez que Unai se fue. El portazo. Luego la calma Jelen granizó sin llanto un silencio perfecto en una casa mojada a gritos que se secó en poza de aluminio como tras una fregada.
Era poco después del ocho de marzo, terrible paradoja, cuando Jelen ya fue capaz de ver el silencio del virus en el gran hospital de Txagorritxu. Pero en ese día también vio a otra Jelen, el día en el que oyó los tres golpes consoladores tras el pladur de su casa, el día que sintió que alguien estaba al otro lado para ayudarle. No supo aún que era Matos.
A Jelen, como a Simone de Beauvoir, le gustaría que la vida fuese libertad pura y transparente. A Jelen, como a Annie Ernaux, le gustaría escribir contra el olvido que todas sufríamos.
Nadie se fiaba de nadie, pero eso las gentes de la pequeña ciudad no lo sabían. Tuvo que avanzar el virus para poner a prueba los pánicos en la cara en forma de mascarillas, para hacer minería sentimental y comunal.
Los siguientes días Matos investigó el doble edificio de su nueva casa. Subió a los pisos de la otra mano que se abrían a la izquierda desde el portal. Aquello era como la litografía Relatividad de Escher, espacio sin gravedad que tendría que recorrer.
Una vez en la que demoró más tiempo en su exploración, vio a una mujer muy mayor, Gloria, cargar con un mazo de cervezas que dejó en el felpudo de la puerta a la que Matos espiaba escondido bajo las escaleras como una tarántula.
Llegó la noche. Por fin le vio. La memoria le había revelado la voz de Unai, pero Matos no paró hasta que pudo comprobarlo.
Al poco, todas las horas de los días que siguieron pasaron tan veloces como un segundo o noventa millas. Habló con Ray. Ray le ayudó a diseñar la aplicación espía para los móviles. Habló con Julen. Julen creyó en él y le prometió dibujar las ilustraciones. Habló con el periódico. Procuró dejar todo listo para comenzar justo en el momento en el que todo empezase. Faltaban cosas. Cabos sueltos.
Desde la casa de las diez ventanas de Alicia donde decidió quedarse a dormir para seguir con su trasigo frenético, todavía se podían oír los gritos de las gentes que bordeaban la muerte en alcohol de cada noche ¿Estaría Josu dentro de alguno? Todavía se podían oír porque no había comenzado el estado de alarma.
Luego investigó los horarios de Jelen y de Unai. Cuando supo que él no estaba porque era imposible que estuviera, tocó por fin la puerta de Jelen. Hablaron. Hablaron de Pachelbel, de Trocóniz, de todo. Jelen fue la primera que le prestó el móvil a Matos para que Ray y él instalaran la aplicación que les revelaría tantas cosas. Jelen sabía que le debía mucho a Matos y sabía también que tenía que haberle ayudado cuando pudo, en el Instituto, o cuando Josu, algo que no hizo, y por eso tenía que hacerlo en ese ahora de antes de la cuarentena.
Todo fue como una tormenta que se iba, pero que nunca lo hacía. Todo pasó antes, pasó despues y ocurrió durante, como cuando por su gran boca el cielo gritó, a exclamaciones irregulares de fogonazos blancos que iluminarían los interiores dormidos de las casas todas de la pequeña ciudad, durante la noche de la tormenta inacabable.
Matos pensó que el tiempo y su noción eran como esa tormenta permanente que duró toda una madrugada, y lo mismo le dejaba, el tiempo, a un lado del inmediato pasado, que le lanzaba a la orilla de uno de los desvelos más extraños de aquella cuarentena, sería por el octavo domingo.
Mientras Matos observaba la tormenta recortar su relampagueo por encima de los edificios, Javier pensó que un lado y otro del tiempo eran un rato y otro del cielo negro e iluminado. Matos pensó que el microscópico virus que hasta ese instante había sido silencio, ahora, engrandecido y ocupando el cielo como convertido en un océano de luz vibrante, seguía su mutar desde la sombra a la claridad y vuelta a empezar, sin ver nunca su acabarse desde aquella noche tan metafórica.
Matos sintió que el ser humano no se salvaría ya jamas de noches como aquella, porque la naturaleza había dicho basta y ella sola estaba ganando el terreno que la explotación humana había querido conquistarle durante los últimos doscientos años.
La noche de la tormenta interminable tendría tal misterio dentro que dejaría tocados a la mayor parte de los habitantes de la pequeña ciudad que la contemplaron, que la oyeron, que le hicieron miles de fotos, que asustados miraron a través de las ventanas como si se asomaran por primera vez al abismo del espejo de sus ayeres, de sus ahoras y de sus mañanas.
Luz, sombra y tableteo de huesos en retumbar lejano. Sombra, luz y tableteo de rótulas en lontananza. Rotura del tiempo.
Muchos días antes, tras los tres golpecitos en el pladur, Jelen observó su atrás en un espejo. Todo pasó. Todo quedó. Continuará...