Los tiempos cambiaron antes de la cuarentena de forma invisible, cuando era pronto para poder saber algo, cuando el mundo era normal en apariencia, que no en su fondo, antes del virus, cuando las gentes no se daban cuenta de que la vida dejaría de ser normal en poco tiempo, cuando todavía los cuandos no se nombraban ni se escribían, porque los adverbios de tiempo no tenían la importancia que tuvieron después, cuando se pronunciarían de manera tan profusa.

Era cuando las calles normales, cuando las casas normales, las mentes normales, las gentes normales, cuando las relaciones normales, los sueños normales, las pesadillas normales, cuando los besos y los abrazos normales, los miedos y los pánicos normales, las alegrías normales, cuando las muertes normales y cuando las vidas normales.

Nadie podía imaginarse que todo aquel engrudo de normalidad nutriría de nuevos ingredientes las escenas de una novela real de la que nada se sabía, ni siquiera el título, una ficción tan real como la vida misma, pero inesperada.

Algo así como el espacio mental que le sigue a una mudanza, cuando la casa vacía dejada tras los neumáticos del camión lleno de muebles y de cajas numeradas, es ya tiempo nuevo y recuerdos abandonados con olor a cartón. En el caso de Matos no tanto. Porque Matos tenía una obligación ética y de amor entre sus costillares. Y no podía vivir todo el tiempo en la nueva casa.

Javier Matos tenía que ir dos o tres veces en el día a casa de su abuela, de Alicia, para atenderla, para cuidarla lo mismo que ella cuidó de los tres, cuando los padres de los tres murieron. Cuando los padres de Javier, Josu y Maite fallecieron en un accidente de tráfico. Hace muchos años.

Era antes de la cuarentena y fue mientras la sombra de la cuarentena.

Una semana antes de que se decretase el estado de alarma en la pequeña ciudad, a comienzos de marzo del año que duplicaba los números veinte, Javier Matos no sabía nada todavía de El silencio del virus.

Matos acabó de posar la última caja de la mudanza en una de las habitaciones de la nueva casa. Julen estaba con él. Julen le ayudó en esa tarea. También lo hizo Ray, pero eso fue el día de antes.

Empapados de sudor, Julen y Javier se sentaron cada uno sobre un mecano de cajas. Estaban en la única habitación que había en la nueva casa. Un apartamento pequeño, con cocina, salón, baño y dormitorio.

En ese cuarto había un armario que Javier Matos no quiso tirar, un armario que perteneció a los antiguos dueños. Encima del armario, alguien, habría sido Ray el día de ayer, sin saber dónde dejarlas, colocó dos cajas que llevaban cerradas hace años y que habían pasado de una mudanza a otra como pasan los virus cuando no mutan entre las décadas, sigilosos.

Mientras Matos le decía a Julen que tenía muchas ganas de fumarse un cigarrillo ahora que llevaba casi un año sin fumar, y Julen trataba de convencerle para que aguantara, algo se cayó de una de las cajas con celo mal pegado y medio abiertas que estaban encima de aquel armario. Y de allí surgió un recuerdo que se despegó del olvido.

Los siete polígonos de un Tangram. Dijo Matos ¡Qué casualidad! Dijo Matos mirando la tapa de cartón desplazada de la caja en la que ya no estaban todas las piezas de aquel juego porque se habían esparcido por el suelo de la habitación tras el golpetazo. No sabía que lo guardaba. Esto tenía que haberse quedado en casa de Alicia. Dijo Javier Matos.

¿Por? Preguntó Julen saliendo del silencio como una luz.

Era de Josu. Prefiero que se quede allí. Dijo Matos.

¿Le gustaban los juegos de mesa? Preguntó Julen.

¿Has jugado alguna vez a este? Preguntó Javier Matos.

No. Si te digo la verdad, nunca he oído hablar de él. Dijo Javier.

¿En serio? Preguntó asombrado Javier.

Entonces Javier le contó a Julen la leyenda del Tangram, el espejo de aquel emperador chino que antes de ser llevado a su palacio se partió en siete pedazos durante el transporte. Y el súbdito que lo llevaba, asustado, trató de recomponerlo para que su emperador no notara el estropicio. No lo consiguió. Y aún así el emperador no se enfadó. Descubrió que mediante aquellas siete piezas de astucia se podía jugar a componer mundos de la imaginación, figuras de la naturaleza. Dijo Matos.

Luego, siguió Matos, durante el siglo diecinueve, aquel juego de siete piezas disfrutó de muchísimo éxito tanto en China como en Europa. Escritores como Edgar Allan Poe o Lewis Carrol, el de Alicia en el país de las Maravillas y A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, y otros muchos, estuvieron obsesionados con ese juego de la sabiduría para componer formas. Hoy se conocen unas dieciseis mil figuras hechas con esas siete piezas. Mi hermano buscaba todo tipo de cosas que se pudieran representar con Tangram. Josu y yo jugábamos mucho. Dijo Javier Matos.

Josu. Repitió Javier y se quedó con la mirada suspendida en un vacío de palabras.

¿Cómo murió? Preguntó Julen.

Es mejor que no lo sepas. Hasta yo mismo he tenido que olvidar cómo murió. Dijo Matos.

Se quedaron un buen rato callados.

Luego Javier dijo que era mejor que se fueran, que tenía que ir pronto a casa de Alicia.

Al levantarse ambos, Javier Matos se detuvo. Matos estaba oyendo una voz que venía desde el otro lado de la pared de pladur. Matos se tensó como un animal.

¿Qué pasa? Preguntó Julen.

Matos se puso a llorar.

Julen le abrazó. Continuará...