Puede que Juantxu y Unai soñaran lo mismo la misma noche de la primera de las tormentas, una vez que Juantxu le contó a Unai lo que vio en casa de Julen por la tarde. Pero esto no estaba claro a tenor de lo que conversaron al día siguiente.

Aquella mañana se levantaron casi a la vez. Era temprano para Unai según la estadística de sus últimos despertares. No así para Juantxu que desde ni sabía, nacía de la cama mediante un cigarrillo que encandecía en la oscuridad, café negro de Colombia, la cercanía de los primeros azules reconocibles en el cielo y el silencio de las madrugadas a las que sin temor se les podía introducir el brazo como al oscuro ignoto de una cueva no explorada, y agarrar así un estornino con la mano, o un vencejo, guiado al tacto por el dibujo limpio de su aleteo.

€ Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros / cantando; anotó Javier Matos.

Eran dos versos de Juan Ramón Jiménez a los que Javier se agarraba cuando las cosas se ponían feas. Esto concidió casi con la hora de la tarde en la que expedientaron a Juantxu.

A Juantxu lo suspendieron de empleo y sueldo tras descubrirse que intentó cambiar y cortar decenas de párrafos de varios capítulos de El silencio, la novela que le traía por la calle de la amargura. Algo que hizo sin que nadie, ni siquiera Unai, se lo pidiera. Algo que fue un anticipo de lo que Juantxu deseaba que sucediera ya. Algo que soñaron él y Unai la misma noche que soñaron lo mismo.

No te preocupes. Los jefes están mosca, pero volverás. No te quepa duda. Serán solo unos días. Pero, ya te vale. ¿Cómo se te ocurre? Le dijo un compañero cuando Juantxu recogía parte de su mesa en una bolsa de rafia sin saber que nunca más volvería a tocar aquella formica.

Voluptuosos de impotencia tras tanta charla y desespero, Unai como Juantxu descubrieron que la base de la pieza del puzzle a la que se refería El silencio del virus en su capítulo quinto, coincidía con una esquina de la calle de San Ignacio y con el único edificio de siete plantas que se alzaba en aquellas coordenadas. Los aplausos les pillaron mientras se dirigían hacia el edificio con pisos de diez ventanas donde sabían de sobra que estaría Matos.

Matos pensó en decirles Bienvenidos a La Guarida, este es un lugar donde no se recibe a todo el mundo. Pero cuando abrió la puerta de la entrada y vio a Juantxu y a Unai, le pareció que aquel recibimiento, idéntico al que Diego le soltó a David en Fresa y Chocolate, era demasiado teatral, y por eso no les dijo nada más que pasaran, que estaba esperándoles, que llevaba tiempo esperándoles, cuarenta y nueve capítulos de espera y treinta y dos años.

Pero antes de eso, antes de tocar la puerta, Unai diría, mira lo que pone en la puerta. Ya, le respondería Juantxu, lo llevo leyendo desde que hemos salido del ascensor.

Los comienzos tienen detalles de lo que vendrá y de lo que hubo.

¿Has acabado de leer? Preguntó irritado Juantxu.

Sí, contestó Unai. En ese instante sonó el timbre dentro de la casa donde esperaba Matos. Alicia, su abuela, no se movió. Siguió fija a la pantalla del televisor de su cuarto donde mujeres y hombres gesticulaban a gritos.

En dos de las paredes de la habitación a la que les pasó Matos, había pintadas a rojo y negro en las que se podía leer:

Amor, amor, entre mis muslos cerrados, nada como un pez el sol. Federico García Lorca.

Mi madre es un pez. William Faulkner.

Pez que nada en la nada. Leopoldo María Panero.

¿Qué peces pueblan el mar caliente de mi sangre? Dulce María Loynaz.

La lista era interminable. Muchas de las citas tan solo se adivinaban. Las tapaban los cuadros, afiches, telas sujetas con chinchetas, objetos de alambre clavados con puntas a la pared parecidos a murciélagos.

Los tres se sentaron. Detrás de Matos había cuatro torretas de cepeús que se iluminaban de verde a cada poco, con las cajas transparentes que dejaban ver las placas, los ventiladores, el cableado y todo lo que hacía funcionar aquellas máquinas. Al lado varias cámaras fotográficas, ópticas de todo tipo de milimetraje, una nagra, grabadoras digitales, dos trípodes recogidos, latas amontonadas, algunas abiertas de las que salían lenguetas de película de 35, una cámara de cine, una ampliadora, tres tanques universales, cubetas y botes Ilford de líquidos de revelado con chorretones secos en las etiquetas.

Acabemos cuanto antes. Dijo Juantxu.

Unai se giró. Detenida a la puerta del cuarto, Alicia, la abuela de noventa y dos años de Matos, miraba a los tres con curiosidad. Matos le dijo algo en lenguaje de sordos. Al verlo, Alicia se fue para dentro.

Se acabó. Dijo Juantxu. Hoy es tu último capítulo. Dijo Juantxu. Ahora nos vas a dejar leer lo que tienes escrito. Va a ser lo último que escribas de esa puta mierda.

Matos señaló una pantalla.

¡Unai! Gritó Juantxu.

Unai se acercó a la mesa señalada por Matos y agarró el ratón. La pantalla se iluminó. Unai leyó lo más deprisa que pudo.

Matos y Juantxu no paraban de mirarse.

¿Pone algo de lo que los tres sabemos? Preguntó Juantxu.

Espera. Dijo Unai.

Pasó un rato.

¡Vamos, Unai, que es para hoy! Exclamó Juantxu.

Unai callaba.

¿Qué pone? Gritó Juantxu.

Cuenta lo que hemos hecho hoy. Y al final cuenta lo que está pasando ahora mismo ¿Cómo lo hace? Dijo Unai en shock.

Unai leyó: Dijo Unai en shock.Continuará