Que una gran luna de gusano, esta vez la cuarta, hiciera posible una luz de astro así de limpia, tanto o más que la de un campo nocturno durante la madrugada del séptimo domingo de cuarentena, no estaba previsto en los anaqueles de aquel mayo titubeante.

Fue la noche en la que todo habitante de la pequeña ciudad durmió sin verla. Cada uno agotado de visión tras cumplir el paseo de su franja horaria durante la jornada que ahora era cansancio y sueño, cuando las calles comenzaron a parecerse a lo que fue la calle antes del confinar.

El único que no dormía era Javier Matos. Detrás de una de las diez ventanas desde donde imaginó el comienzo de su ficción real con dos jinetes a caballo, recordaba cómo le escribió a su abuela punto por punto, con su poderosa caligrafía, todo lo que le tenía que decir a un municipal por teléfono aquella noche primera.

Matos paró ahora de escribir al igual que empezó a narrar en aquella madrugada. Matos se detuvo con el mismo impulso de búsqueda y con igual tempo. Javier volvió a mirar por la ventana. La luna de gusano había desaparecido.

Comprobó entonces, una ventana abierta así lo explicaba, que el silencio de aquella noche era como el de tantas otras pasadas de claro en turbio. Se trataba de un rumor callado de estación espacial sin gravedad, donde a veces los recuerdos e ideas como Josu o Amalia, tomaban forma humana. Cosas de la luna pensante.

Aquello sonaba a domingo de madrugada en re dórico con estructura de 32 compases. Casi como se oye sin oírse la melodía que nace en So what del contrabajo pulsado a yema limpia por Paul Chambers, mediante un trabajo modal que cambiaría la historia de la música para siempre, como así lo estaba haciendo con las gentes de la pequeña ciudad aquel silencio de virus que estaba cerca de llegar a su estado mutante último, cuando volviera a esconderse dentro de una célula de murciélago de herradura.

Alicía dormía. Esther dormía y soñaba en Josu. Juantxu dormía. Unai dormía y soñaba en Amalia. Jelen dormía. Arantxa y Loló dormían. Nagore soñaba y dormía. Ray dormía. Landa y Alberto dormían. Gloria dormía. Julen dormía. Eduardo dormía. Todos padecían de honda nocturnidad. Ninguno, salvo Matos, vio aquella noche la grandiosa luna de gusano el poco tiempo que mapeó el cielo antes de morir a negro.

Avanzado el horario y ya por la tarde, Esther desenroscaba la pieza alta de su cafetera italiana para prepararle un café con aroma de puchero a Ray, aquel chico tan amable que le visitaba de cuando en vez desde la cuarentena, y con el que se desahogaba porque le escuchaba como nadie lo hizo desde Eugenio.

Ay, chico, pues vente cuando quieras. Sabes de sobra donde estoy. Ahora más porque se anda mejor y no hay que ir mirando si se va o se viene, o si hay un policía que te pueda multar, tú vente y hablamos, que yo te cuento cosas. Mira, en esa mesa en la que estás ahora mismo, ¿te preparo unas tostadas con miel?, vale, no me cuesta nada, yo todo lo hago en un periquete, es donde se sentaban de mocetes Eduardo y Landa. Donde tú estás se sentaba Unai. Y a tu derecha, Juantxu, porque siempre fueron uña y carne. Estos hijos, no sé para que coño, hablando en plata, tendrán que crecer. Con lo majos que eran. No digo que ahora no lo sean. Dijo Esther.

El caso es que. Esther se detuvo bajo el dintel de la puerta de la cocina. Con un trapo de cuadros azules y lauburus se secaba las manos mientras su mirada se perdía en los vericuetos de la memoria. Miraba a Ray, pero miraba más allá de Ray, mientras sacaba como brillo a sus manos.

No quiero recordarlo. Dijo Esther. Pero es que ayer por la noche, bueno, esta noche, he soñado con otro de ellos. Era también de su cuadrilla y se sentaba€, Esther señaló a la izquierda de Ray. Ahí, justo al lado de donde estás tú. Era un año más pequeño que estos pero no sé por qué, apareció una vez con ellos, ya cuando más grandes, sí, fue entonces, cuando empezaron la universidad, ¿o acababan la carrera?, no lo recuerdo bien. El que lo trajo fue Juantxu. Siempre andaba con su gorra y su equipo de fotografía que guardaba en una funda negra llena de bolsillos.

Ay chico, le decía yo, por qué no dejas la mochila esa en algún lao. Josu sonreía y era entonces cuando dejaba el macuto con cuidado en el suelo. Dijo Esther.

De repente el timbrar del teleportero rajó con serrucho aquel recuerdo ¿Quién será?, se preguntó Esther mientras pasaba al lado de Ray para ir hacia el telefonillo.

Ray señaló el baño sin decir nada. Esther le miró y le dijo sí con los ojos y con las manos y con el gesto también le dijo utiliza el baño, por supuesto.

Luego Esther preguntó al auricular, ¿Quién es? ¡Ay, Unai, chico, egunon, ¿pero cómo tú por aquí?, sube, anda, chico, igo. No seas bobo. Sube. Sube. No seas tonto.

Esther olvidó a Ray hasta que Unai se fue de su casa tras hablar con ella diez minutos. Ray, antes de tirar de la cadena cuando dejo pasar tiempo suficiente tras la salida de Unai, escuchó toda la conversación entre Esther y Unai. Unai le preguntó por Josu. Ray pudo grabar con el móvil pegado a la puerta casi todo lo que oyó desde dentro del baño. Continuará...