La mañana del domingo quinto de cuarentena surgió como cada tres años nacían los domingos en la pequeña ciudad. Lo hizo con un poco más de frío que de costumbre, hecho insólito si cabe para tan avanzado como estaba ya el mes de abril, aunque no tanto tratándose de la meteorología que imperó siempre allí, donde años hubo en los que incluso en junio había que llevar puestas ya no solo las rebecas, sino hasta los abrigos de invierno o los jerseys de lana gorda.

En la casa de Arantxa y Loló ya estaba Nagore, la hija de Arantxa. Landa la había llevado a primera hora. Arantxa y Landa hablaron. Como Arantxa estaba mejor y Landa tenía que ocuparse constantemente de su padre Alberto y de su madre Teresa que seguía en la UCI del gran hospital de Txagorritxu, decidieron el sábado por la tarde, mediante una llamada, que Nagore realizara el domingo a primera hora el cambio exigido por la custodia compartida que detentaba la pareja sobre la pequeña. No quisieron esperar hasta el lunes, día señalado para tal fin.

Nada más llegar, las tres, Loló, Arantxa y Nagore, desayunaron uno de esos típicos despertares copiosos de dominical descanso. Zumo de melocotón. Huevos revueltos. Bacon. Mantequilla. Mermelada de frambuesas. Tostadas de pan de molde y titulares de periódico revisados a salto de mata en móvil, algo que Loló hacía con probidad y que le ponía muy enferma a Arantxa.

Loló, estamos desayunando, deja eso, por favor. Pareces una cría, déjalo y habla conmigo, anda. Decía siempre Arantxa. También aquel día lo dijo mientras Nagore sonreía como pensando que allá la única niña que había no solo era ella.

Loló y Nagore se llevaban a las mil maravillas. Habían desarrollado una relación tan cómplice como lo son las de las amigas que saben lo que piensa la otra casi en cada parpadear. Loló le guiñó un ojo a Nagore. Nagore se dejó querer y le devolvió el gesto con esa sonrisa fresca de manantial que guardaba siempre para Loló.

Ya os vale, dijo Arantxa al ver esa comunicación tan silente como cariñosa.

A media mañana, mientras una sábana de nubes grisona y lívida se extendía lenta como reptil por los cielos de la pequeña ciudad, presagio quizá de nuevas tormentas como las de la madrugada, algo que sucedería en los días siguientes de la semana entrante, Arantxa y Nagore jugaban al scrabble en el salón. Loló, por su parte, esperaba en la cocina a que llegara su hermano Ray, con el que había hablado media hora antes.

Loló estaba preocupada. Arantxa le restó importancia a todo lo que habían visto hacía unos días bajo el balcón de su casa. Pero Loló, con instinto fraterno y protector, no llegó a discutir con su hermano, pero algo le decía que tenía que ayudarle, que Ray estaba metido en algún tipo de lío singular, ingrato, del que por teléfono su hermano no quiso hablar. Por eso mismo, no es que le exigiera venir a su casa para comentarlo personalmente con él, pero sí que le dejó caer que cuanto antes lo hablaran cara a cara mejor, porque esa era la forma mediante la que Loló podía descubrir que su hermano no le mentía, lo que le devolvería a la tranquilidad.

Solo cuando te mire a los ojos podré creer lo que me digas. Dijo Loló a Ray por teléfono.

Arantxa ya tenía completas en el tablero varias palabras. Camarote. Moto. Foca. Nagore, por su parte, había compuesto Cabello y Ama, y estaba tratando de ligar las letras de otra para igualar en el juego a su madre.

¿Quieres agua, hija? Tengo sed. Dijo Arantxa.

Nagore asintió con la cabeza sin mirar a su madre, fija y concentrada a más no poder en las fichas con letras del juego.

No seas tramposa, ¿vale?

Nagore no contestó. Se limitó a sonreír y a mover en señal de negación la cabeza hacia los lados, mientras mordía la ficha de la letra k sin atinar con el sendero a seguir para completar una palabra que le llevara a empatar con su madre.

¿Euskeraz balio, ama? Preguntó Nagore.

No. Hemos dicho que solo en castellano.

¿Eta ama? Insistió Nagore.

Eso ha sido una excepción, ya te lo he dicho antes. Contestó Arantxa desde el quicio de la puerta.

Mientras seguía buscando letras con las que llegar al claro de una palabra, Nagore oyó la voz de Ray, un poco más alta, no porque Ray estuviera gritando sino porque la puerta entornada permitía que llegara esa voz con una claridad sorprendente hasta los oídos de Nagore. Nagore sabía que alguien había subido a su casa, pero no le había dado importancia. Sería un amigo de Loló.

Nagore entonces levantó la vista de las fichas y del tablero y se mantuvo a la escucha. Sus grandes ojazos se abrieron amplios, como el telón de un pequeño teatro de guiñol antes de la representación que abriría las gargantas de un grupo de niños en un parque. Nagore se llevó una mano a la boca en un gesto automático que trataba de evitar un grito, una exclamación. En ese momento Arantxa entró en la habitación con los dos vasos llenos de agua. Como tenía las manos ocupadas le pidió a Nagore que cerrara la puerta. Arantxa, cuando vio levantarse a su hija, reparó en la cara sorprendida de la niña.

¿Te pasa algo, cariño? Preguntó Arantxa mientras Nagore cerraba con sumo cuidado la puerta.

Es el Gaueko, ama. El Gaueko está en la cocina. ¿No lo oyes? Lo tienes que haber visto. Dijo Nagore en susurros.

Continuará...