"¡Oh, viejo y hermoso Lorca!".

Así arrancaba el texto que Unai leyó a Juantxu en la casa de este.

Con el afán con el que el azar teje cada encuentro, la noche en la que Loló y Arantxa se apostaron vigilantes desde el balcón, Unai vió a alguien sospechoso abriendo una de las papeleras de la calle Portal de Arriaga. Lo vio de lejos. Desde el semáforo cercano a la gasolinera de Reyes Católicos. Esta vez no esperó al disco verde y aceleró su Honda Deauville cogiendo velocidad en pequeños zigzags hasta subir la loma de la calle desde la que se podía ver la negra silueta de la torre más antigua de la pequeña ciudad.

La que lo vio todo fue Loló, porque Arantxa se escondió dentro del balcón rectangular cuando descubrió que Matos las estaba mirando a ambas. Y Loló relató lo que veía. Loló vio como Matos no encontró escapatoria. Había dejado la bici demasiado lejos, aparcada frente a la esquina de Coronación. Matos pensó en mandarse a correr, pero le faltó tiempo.

Unai detuvo la moto a poca distancia de Matos, que sujetaba un sobre de plástico en una de las manos. Loló, desde el balcón, no entendía bien lo que hablaron.

Déjame intentar escucharles Arantxa, porfa. Dijo Loló. Quizá me entero de lo que hablan si te callas. Dijo Loló.

Arantxa hizo caso. Y no solo eso, se apostó de nuevo en el barandal del balcón al lado de su compañera. Ambas intentaron escudriñar algo de lo que hablaron Matos y Unai, pero con escaso resultado.

Al poco Arantxa dijo en susurros. Le está dando el sobre al poli.

Ya lo veo. Contestó Loló con idéntica voz musitada.

Creo que ya está. Ya no hablan. Dijo Arantxa ¿Tú crees que ese tipo y tu hermano tendrán algún negocio raro con la policía? Preguntó Arantxa.

Sé lo mismo que tú. Dijo Loló.

Al día siguiente, el sobre que le entregó Matos a Unai a petición de este último, contenía una carta manuscrita por Ray, que comenzaba con el Oh viejo y hermoso Lorca y seguía de esta manera:

"Mucha gente como yo jugaba en los dos equipos, aunque en aquella época yo era más de pelotear en una novena que en las dos. Es como si nos hubiera juntado nuestro viejo y hermoso Lorca en la Fiesta de Osvaldo, ¿lo recuerdas?, en la azotea de un portal de la calle Crespo de cuyo número no me acuerdo, en el barrio de Colón de La Habana. Una fiesta para patos, pájaros y mujeres de pan con pan ¡Cómo nos reímos! La oscuridad y la tristeza de aquellos lugares donde se celebraban aquellas potajeras nos unieron. A esas rumbas clandestinas del año dos mil se llegaba, ¿lo recuerdas?, desde la información conseguida mediante una llamada que se hacía un día o pocas horas antes a un número que alguien te daba.

Y en el teléfono una voz misteriosa te decía las señas del lugar, el nombre del güiro, que no era otro que el nombre de la persona que ponía la azotea, o el apartamento para que nos juntáramos. Y una contraseña. La de aquella noche fue Reinaldo Arenas. Cada uno llegamos allá con un socio que nos invitaba. Los dos vivíamos por unos meses en un lugar del municipio de Artemisa. Tú en la escuela de cine de San Antonio de Los Baños, en un taller para actores y escritores, y yo en la beca cerquita del Instituto de Epidemiología Pedro Kouri, no muy lejos el uno del otro, en línea casi recta si se traza el camino desde un mapa.

Yo no me egresé del todo en Medicina en la Universidad de Antioquia y tú ya habías corrido más mundo que yo en otras ciudades distintas a esta pequeña ciudad, donde estudiaste filología y estudiaste también interpretación, informática. Recuerdo que hablamos del poema a Whitman de Lorca. Lo hicimos a oscuras, después de que me dijeras qué bolá asere, con un acento que para nada era cubano. Y compartimos aquello de que el cielo tiene playas donde evitar la vida y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora, y más, aquellos versos que Federico escribió en Nueva York donde a Whitman le decía que no levantaba su voz contra el niño que escribe nombre de niña en su almohada, ni contra el muchacho que se viste de novia en la oscuridad del ropero.

Y tú me recitaste completo, sin un falta, con esa cadencia hermosa de tu voz, todo el poema y todavía hoy, ahora, recuerdo cuando me dijiste a mí, porque aunque el poema Lorca no lo escribiera para mí, yo sentí que era a mí a quien me lo decías, aquello de Quiero que el aire fuerte de la noche más honda / quite flores y letras del arco donde duermes / y un niño negro anuncie a los blancos del oro / la llegada del reino de la espiga.

Y luego yo te dije que el tiempo se metió en agua, y te agarré del brazo. Saltamos a otra azotea para escapar de los azulejos, que así es como llamaban a la policía en La Habana, por el color de las camisolas, tan parecido al alicatado común. Y nos perdimos por las calles de Centro Habana. Y mucho tiempo más tarde volví a encontrarme contigo en la pequeña ciudad."

La carta seguía, pero Unai se detuvo en aquel punto y miró cariacointecido a Juantxu, que no sabía muy bien qué decir. Nada de lo que esperaban ver en aquel sobre estaba dentro de aquel sobre. Continuará...