La pequeña ciudad se poblaba con saña y dulzura, cada día más, de polifonías olvidadas, zureos, gorjeos, bufidos, trinos, maullidos, graznidos de animales que se atrevían a cruzar las murallas mentales de su protector instinto para acercarse hasta los lugares deshabitados de humanos donde hasta hace poco su vida corría peligro.

En Salburua se veían jabalíes ya no solo por la noche sino también de mañana, al claro, durante las horas primeras. Estos atravesaban al trote las avenidas solitarias y de vez en cuando rezongaban inquietos entre columpios y toboganes hincados en suelos de goma, raspando con sus belfos el áspero y mullido terreno. Al rato correteaban ágiles otra vez con ansia de bosque en sus morros salvajes. Olfato picado por estímulos nuevos.

En Ataria los ciervos berreaban desacompasados al aire, confundiendo estaciones, y volvían a sentir los extraños impulsos que la libertad otorgaba a sus cortejos. Por el cielo los restos de keroseno de los antiguos aviones habían sido reemplazados por el volar en suspenso, alto y circular, de cuatro buitres que miraban el corazón de la almendra al acecho de alimento humano. Se oían las campanadas de las cuatro torres viejas hasta en los barrios más alejados, en los que antes de la cuarentena, el murmullo impenitente del tráfico tapaba hasta el oxigenar de los naturales sonidos de cada siempre.

Desde algunas ventanas abiertas, si se aguzaba el oído con prestancia, se podían escuchar incluso los nimios sonidos de uña de las gaviotas que llegaban por los senderos dúctiles del aire desde el mar de fondo cantábrico hasta los oídos atentos. Los océanos estaban cada vez más cerca del lugar donde hace milenios fueran dueños del silencio de las profundidades donde moraron caballitos de mar, amebas, protozoos y cachalotes.

Jelen, contrariando una de las máximas pactadas con Matos, se acercó en coche a la calle Becolarra dejando atrás la fábrica de vehículos. El rasgar de los neumáticos abría líneas de pensamiento en su mirar absorto mientras por la luna delantera cruzaban insomnes las palabras que pensaba decir al autor de El silencio del virus.

No las tenía todas consigo. Pero el impulso. Una corazonada. Razón por la que iba a verle. Necesitaba verle. Tenía que hablar con él. Matos no puso reparos a la cita. Vale. Escribió en el whatsapp. Ya sabes dónde encontrarme. Escribió Matos. No siempre estoy aquí, pero hoy sí. Escribió Matos con tajancia de cuchillo en cada sílaba.

Jelen avanzó con el coche por el callejón que se abría a la diestra desde Becolarra. Ahora el coche lamía el suelo de cemento, como si el vehículo también fuese un animal agotado, a punto de morir, vendido antes desde jaulas cercanas a otras jaulas que encerraban otros animales exóticos para gusto de comensales sibaritas.

Si aquellos animales nunca compartieron hábitats. Pensaba Jelen. Ella, Jelen, tampoco jamás había compartido ni charca, ni escena, ni lugar, ni hábitat con el que se estaba erigiendo en delineante de su vida y la de otras muchas personas. Con Matos. Aquel muchacho de ecosistema tierno. Como el de los animales enjaulados a la espera de que alguien los uniera troceados en un plato para una buena mesa. Jelen recordó entonces los artículos de Sonia Shah que había leído en la web de Matos, en lurrapatxamama.eus, antes de que ese espacio virtual quedara borrado en la red como una nube que desaparece en una tarde con viento solano.

Jelen aparcó el coche y descendió de él. Vio la puerta entreabierta que recordaba de un capítulo de la novela que estaba devorando. El autor estará dentro. Pensó Jelen. Jelen también recordó, mientras caminaba lánguida, como lo hacía por los pasillos del gran hospital de Txagorritxu cuando trataba de sacarle segundos a la vida de cada uno de los pacientes que estaban a su cargo, el momento en el que se habló entre líneas y fuera de ellas de los muerciélagos. Aquellos animales con alas de herradura que salieron en estampida mientras el miedo de Unai se agachaba para no chocar con su vuelo. Unai no entró. Ella sí que iba a hacerlo con su férrea voluntad nueva.

¿Será verdad lo de los murciélagos? ¿Será una fantasía como tantas otras? Se preguntó Jelen mientras abría la puerta que sonó a trabilla, a sierra de rotaflex contra un acero.

Por si acaso iré despacio. Se dijo Jelen.

Nada más entrar e incorporarse, comprobó las decenas de telas geométricas suaves que colgaban del techo y de las que sobresalían como cabezas de ratas. El lugar estaba repleto de murciélagos. Sigilosos. Parece que dormidos. No le dio tiempo a reparar en mucho más, porque desde el fondo la voz aguda y grave a la vez de Matos le reclamaba que siguiera su andar cuidadoso.

Prisionera del tiempo, mi querida Jelen. Como yo, como tantas, como tantos otros. Adelante. Si avanzas como lo estás haciendo, no temas, que no se espantarán. Conocen tu corazón, porque está lleno de silencio, como el mío. Dijo la voz de Matos desde la oscuridad.

Había una silla para ella. Pero Jelen no podía detallar del todo las facciones del rostro de Matos que se hundían como un trozo de mantequilla en un mar de tinta viscosa.

No sé qué es lo que pretendes. Dijo Jelen. Lo supe, pero ahora estoy desconcertada. Dijo Jelen. Dinero ya sé que no. Venganza, al principio así lo entendí, pero ahora estoy confusa. Dijo Jelen.

Estás como yo, dentro de El silencio del virus. Contestó Matos.

No escribas lo que hablemos. Dijo Jelen.

Tranquila. Lo que escriba ya está escrito. Contestó Matos.Continuará