Dirección: François Girard. Guión: Jeffrey Caine (Novela: Norman Lebrecht). Intérpretes: Clive Owen, Tim Roth, Saul Rubinek y Catherine McCormack. País: Canadá. 2018. Duración: 111 minutos.

ace veinte años, François Girard, guionista y director franco-canadiense, (Quebec, 1963), empezó a ser reconocido mundialmente gracias al éxito de El violín rojo (1998). Dos décadas más tarde, se hace evidente que este realizador encuentra su zona de confort allí donde la música impone su presencia; allí donde el sonido establece la ley. Eso acontece con La canción de los nombres olvidados (2019), un filme epopéyico y solemne que se ratifica en las señas de identidad de aquel filme que contaba la historia de un mítico violín de color encarnado.

En esta ocasión, el argumento de su historia deviene en un largo pretexto que pergeña toda una laberíntica búsqueda para recuperar a un intérprete; un virtuoso tan aparentemente prodigioso como irritante, del que se nos dice desapareció hace 30 años de manera enigmática.

En un trenzado temporal que salta indistintamente a través de épocas muy diferenciadas, (la infancia, la juventud y la adultez), Girard expone algunas cuestiones importantes. En su zona cero, allí donde se gesta el relato, se diría que lo que Girard cuenta no es sino la historia de una amistad entre dos amigos y, sin embargo, también rivales, a través del tiempo.

También se diría que no es sino una nueva variación al viejo dilema entre el talento y el esfuerzo; la eterna cuestión del don, del se tiene o no se tiene; esa virtud que señala el inaprensible muro que separa lo ordinario de lo extraordinario. El nido en el que arranca este relato extraído de la novela de Norman Lebrecht, habla de la odisea de un niño polaco, Dovidl, un refugiado de 9 años que llega a Gran Bretaña cuando Hitler inicia su escalada bélica y su maldita solución final. El niño judío toca el violín con la suficiencia de un Mozart y comparte con el hijo de la familia que lo acoge, Martin, una resbaladiza amistad. El niño adoptado pronto evidenciará una seguridad casi ofensiva que no evita que su amigo, menos brillante pero más equilibrado y, tal vez, mejor persona, le acepte, le quiera y hasta secunde sus aires de prepotencia. Pero eso solo corresponde a una de las partes de un filme de pliegues y repliegues, un incesante ir y venir en el que se atraganta su director.

Girard, que comenzó con Sinfonía en soledad: Un retrato de Glenn Gould (1993) y que hace 5 años filmaba El coro (2014), realizador involucrado en los espectáculos del Circo del Sol, denota que posee más talento para la creación de secuencias que para el desarrollo de un buen relato. Posee alma de coreógrafo, puede concebir enérgicos videoclips y hermosas imágenes al servicio de una buena banda sonora. Pero se mueve con extrema dificultad a la hora de desarrollar psicológicamente a sus personajes. Cuando llega la hora del verbo, Girard pierde el paso y su cine se queda sin alma.

Cuando, La canción de los nombres olvidados escenifica a qué debe su título, toda una vibrante y casi fantasmal secuencia estremecedora sobre el holocausto judío, sobre el horror, el olvido y la pérdida, el espectador se cuestiona, frente a tanto dolor, qué importan los deseos de notoriedad de un luthier deslenguado y desnortado para la vida. De repente, el misterio de su desaparición, misterio que la audiencia puede intuir cuando se le dan los datos suficientes, se descubre banal, menor, irrelevante.

Ante tanta belleza triste y tantas resonancias angustiosas, se nos reitera que Girard no es un cineasta, sino un excelente creador de pretextos visuales al servicio de la música. Con ella como protagonista, lo mejor del filme emana del compositor que le ha escrito la partitura: Howard Shore. Con ella como motor, ni Tim Roth, ni Clive Owen pueden evitar la sensación de que como mejor se disfruta este filme es a través de los oídos, más que con la mirada.