parís - El número 12 de la Place Vendôme, hogar por excelencia de joyeros, esconde una de las más antiguas firmas de alta joyería, Chaumet, que 240 años después de su creación abre sus puertas para dar a conocer el trabajo de sus artesanos, encargados de dar forma a joyas al alcance de un puñado de personas. Durante años, la quincena de joyeros que formaban parte de la maison trabajaron de espaldas al público en una habitación trasera del palacete. Tras una renovación de un año para restaurar sus salones, destacado patrimonio histórico y cultural por haber acogido al pianista Frédéric Chopin, que murió en su interior; la marca quiere ahora poner el foco en la artesanía. Vestido con bata blanca, Benoît Verhulle recibe de manera excepcional a algunos curiosos que se han acercado hasta el nuevo taller, una mediana habitación diáfana con vistas a Vendôme.

Él es el décimo tercer jefe de taller de la firma en sus largos 240 años de historia, una muestra de la dificultad que supone llegar hasta el restringido puesto. Y salir de él. A sus 56 años, lleva 30 haciendo joyas en esta firma, joyero oficial de Napoleón a principios del siglo XIX, y cuyas piezas pueden costar desde 100.000 euros hasta tres millones. “Una casa de alta joyería es comparable a una de alta costura, con colecciones que salen durante el año, normalmente una en invierno y otra en verano. Nosotros creamos las modas del momento. Un joyero tradicional fabrica piezas en serie, nosotros solo hacemos piezas únicas y pedidos bajo demanda”, explica Verhulle.

Junto a él, y tras unas gafas de microcirugía, un hombre se ocupa únicamente de incrustar las piedras preciosas en el metal, que al final deberá ser casi invisible. Solo debe destacar la piedra. Él y dos colegas trabajan mano a mano en una tiara de diamantes y zafiros, un pedido especial cuya propietaria no pueden desvelar y que tardará más de 1.200 horas en ser terminado: el equivalente al trabajo de un año para una persona.

En el mundo de la alta joyería, la privacidad de los clientes es tan importante como la de las manos que hacen la joya. Por ello, nada de fotos: solo Verhulle tiene permiso para mostrar su rostro. El joyero narra cómo en esta profesión el trabajo en equipo cuenta más de lo que podría parecer. “Durante la fabricación hay un intercambio continuo entre el joyero, el engastador y el pulidor. Es la única forma de que la pieza sea excelente. Hace falta que cada uno vea la joya como un trabajo de equipo, pensar en cómo el siguiente va a recibirla y trabajarla”, cuenta.

“La transmisión en una casa de 240 años es esencial”, añade. Es un aspecto imprescindible, sobre todo, para no romper la cadena de aprendizaje y permitir a los más jóvenes una integración óptima. Por un momento uno podría pensar que está en un laboratorio científico: a las batas que visten los joyeros se le añaden accesorios de todo tipo para permitir una vista milimétrica. Además de las manos, los ojos son la principal herramienta de estos profesionales. A simple vista se aprecia que el paso del tiempo también ha dejado huella en el taller: los más jóvenes (el benjamín tiene 23 años) trabaja con microscopios con la prioridad de salvaguardar la salud de la espalda. A su lado, un engastador, el más mayor del equipo con 58 años, aparece encorvado ante la mesa. “En la joyería la espalda sufre mucho”, comenta ante la evidencia.