Las crónicas periodísticas publicadas en los primeros momentos decían que esta adaptación cinematográfica de Cats era “cat/astrófica”, y decía bien. Esta era una de esas decenas de juegos retóricos con los que se ha buscado provocar la hilaridad para recompensar a quienes han sufrido las consecuencias de haberla visto. La cuestión, sin ánimo de redimir lo que no tiene remedio, pasa por bucear en el fondo de lo inexplicable: el éxito durante dos décadas de un musical protagonizado por gatos Jélicos. Aunque su principal responsable, el barón Andrew Lloyd, lleva medio siglo sin parar, ciertamente su momento más dulce fue el que le llevó a componer Jesucristo Superstar en 1972. De hecho, en muchas de las canciones de Cats, y sobre todo en la estructura y en sus recursos y trucos compositivos, la presencia del musical que llevó al delirio místico al recientemente fallecido Camilo Sexto, es omnipresente.
Pero claro está, una cosa era un musical sobre uno de los personajes más determinantes de la historia de la humanidad y otra, un galimatías de gatos callejeros enfrentados en una suerte de Operación triunfo para ver quién consigue el don de renacer. Con todo, pese a que el material de partida se antoja banal y ridículo; las prisas y la desorganización del director de la película, Tom Hooper, han acabado por facilitar esta labor de acoso y derribo. Cats, convertido en el mayor fracaso de 2019, aunque sea en el comienzo del 2020 cuando se termine de evaluar la verdadera dimensión del desastre económico, no tiene salvación salvo para los acérrimos de Eurovisión. Del fracaso dan fe las disculpas de la productora y los intentos de parchear las deficiencias de tanto disfraz digital que muestra manos en lugar de garras y se lía con los senos gatuno-femeninos. No reside ahí el problema, en esas prisas chapuceras, ni en la despreocupación de sus guionistas que creen que todo el público ya ha visto el musical. El problema arranca de un inicio anodino que alcanza su éxtasis en la nadería caótica del argumento. Un engendro cien por cien british y que, como su monarquía, solo sirve para reforzar un deseo. Una de las pocas virtudes que aportará el Brexit podría ser que este tipo de musicales melifluos nos queden un poco más lejos.