El 5 de enero de 1895, el de la noche de Reyes, se ejecutaba la sentencia que condenaba al capitán Alfred Dreyfus a cadena perpetua por un caso de espionaje en el ejército francés. En medio de un ritual protocolario propio de una época de solemnidad crepuscular, Dreyfus, cuya sentencia había gozado inicialmente del beneplácito de la ciudadanía, era degradado de sus galones y desposeído de sus armas; pasaba de oficial a presidiario. En 1895, mientras Dreyfus se pudría en la Isla del Diablo, nacía el cinematógrafo. Así, mientras los hermanos Lumiérè registraban las primeras filmaciones cinematográficas; esos trenes de sombra que cambiarían el mundo, el caso Dreyfus cambiaba, al menos, el mundo francés. Eso es lo que Roman Polanski narra con solvencia y clasicismo en El oficial y el espía, un título al que se le han querido ver reverberaciones del caso Polanski. El autor de La semilla del diablo lo ha dicho muy claro, quienes vean aquí algún intento de abrochar la biografía de Polanski con la de Dreyfus, se están equivocando.

Volvamos al tiempo de los hechos. Once años después de aquella ceremonia con la que comienza Polanski su película; en 1906, Alice Guy, una de las más madrugadoras directoras, presentaba su comedia, Las consecuencias del feminismo y un biopic sobre Cristo. La primera invertía los roles entre hombres y mujeres provocando una revuelta; los hombres no aceptaban el rol de amas de casa. La segunda, ilustraba la pasión de Jesús con toques más humanos que épicos. Ese año, el capitán Dreyfus era exonerado de su culpa y readmitido en el ejército francés en medio de una Francia dividida en dos. Las cosas estaban cambiando. ¿De verdad?

Polanski se sirve del caso Dreyfus para ilustrar los hechos de aquel comienzo de siglo con la intención de iluminar el presente. El resultado deslumbra y abruma por la frustración de comprender y de comprobar que las reglas del poder permanecen inalterables. Los pasillos del hacer político conservan los mismos cadáveres inocentes y se bañan en la misma perversidad, hecha de conveniencia y pragmatismo. La última secuencia, prescindible pero decisiva, ese encuentro entre el oficial y el espía, da fe de ello.

Para su relato, basado en la novela de Robert Harris, Polanski convoca a todos esos personajes reales que van de Mathieu Dreyfus a Ferdinand Esterhazy; de Hubert-Joseph Henry a Bernard Lazare; de Auguste Mercier al mismísimo Émile Zola; pero en especial dedica un total protagonismo a Georges Picquart, el teniente coronel encargado del contraespionaje que descubrió la falsedad de las acusaciones contra Dreyfus y que acabó involucrado en todo el proceso de reparación y de lucha contra el alto mando del ejército. Es en Picquart donde Polanski encuentra su contrapunto. De hecho, en el único momento en el que Polanski hace un cameo, recoge un movimiento de cámara que une el figurante que Polanski encarna, con el propio Picquart y su amante en la película, interpretada por la esposa de Polanski en la vida real, Emmanuelle Seigner. Pero más allá de elucubraciones y coincidencias preñadas de sentido, lo definitivo emana de su naturaleza de filme poliédrico lleno de zonas de penumbra y desasosiego.

Aunque el director polaco (y judío) bebe de los hechos reales, su querencia de fabulador cinematográfico le aleja del documental para llevarlo al mundo del espectáculo. En esta obra hay composición y ritmo. La música resulta fundamental y las coreografías dotan de grandiosidad un proceso que deja airear las vergüenzas de la condición humana. No estamos ante un relato de buenos y malos; en todo caso hay víctimas y verdugos; mártires y fieras; cobardes y hombres de honor. Un resumen que no puede evitar cabos sueltos, pero que logra su objetivo; recordar que lo que paso con Dreyfus sigue pasando.