No hace falta ser escritor para escribir. Cualquiera que sienta la necesidad de revelar algo a otra persona puede hacerlo con una economía de medios tan austera como un papel y un bolígrafo. Dirigirse a alguien por escrito es un placer al que uno no quisiera renunciar nunca, por más que la mecánica de la modernidad lo haya condenado al ostracismo. La escritura de postales y cartas puede parecer -hoy en día- un hábito trasnochado y anacrónico, pero transmitir emociones o estados de ánimo a través de la caligrafía manuscrita sobre un papel en blanco, nos aproxima más íntimamente a otros seres humanos que pueden vivir cerca de nosotros o a cientos de kilómetros de distancia. El hecho de que alguien reciba -en el buzón de su casa y por sorpresa- un mensaje tangible es una señal mucho más contundente que las frases aceleradas que pergeñamos al azar en un aparato electrónico: algo inmediato pero evanescente. Y es que escribir presupone algo tan necesario, y a veces tan inhabitual, como reflexionar: un acto que pone en marcha el motor del pensamiento y que, inmediatamente, nos conduce a la introspección y a la expresión de nuestra intimidad.
Si hay un escritor en el siglo XX que mostró los trazos de su personalidad en sus novelas con absoluta vehemencia y crudeza fue Henry Miller. Norteamericano exiliado en París de vida ácrata y bohemia, su literatura tiene un calado autobiográfico tan profundo que fue atacada por la censura y tachada de inmoral. La editorial Malpaso acaba de editar ahora un volumen que recoge las cartas que escribió a su amigo Michael Frankel entre 1935 y 1938: Quisiera dar un gran rodeo. De todos los epistolarios que uno ha leído a lo largo de su vida, recuerda especialmente el de Kafka a Milena Jesenka y el de Pedro Salinas a Katherine Withmore. El de Henry Miller, lejos de servirse de motivos amorosos, constituye una aventura experimental que, tomando como objeto de estudio a Hamlet, da pie al autor para hablar de cine y psicología, de sexo y religión: un mapa que revela su particular concepción ética de la filosofía y de la vida.
Uno, que fue educado en la expresión espontánea de los sentimientos y en el contacto directo con las cosas del mundo, recuerda ahora la primera postal que envió a su familia en la infancia y que treinta años después encuentra, por sorpresa, en el interior de las páginas de un libro. (Casualidad o no, el tomo es una edición antigua de Trópico de cáncer, de Henry Miller, uno de los títulos de cabecera de la adolescencia). Bueno es que las personas, aparte de recuerdos imborrables, guardemos objetos materiales sentimentalmente vivos: una carta emotiva o el retrato de un ser querido.
Lo mismo que alguien atesora en su casa una colección de discos o una pequeña biblioteca, ha de guardar con celo las palabras que otros le han regalado. Al cabo del tiempo, éstas pueden tener el mismo efecto reparador que un buen poema o que un abrazo.