Aunque las imágenes que acompañan a la película de Belén Funes insistan siempre en mostrar a los dos Fernández (Greta y Eduard), hija y padre, el título reconoce de manera más certera quién carga con la mayor parte del peso de esta obra: La hija de un ladrón. O sea, la historia que se cuenta es la de ella, la de la hija, la citada Greta Fernández con cuyo rostro, anegado en lágrimas, culmina la desoladora crónica de una familia en ruinas. En un momento del filme, estratégicamente introducido por su directora para resaltar esa condición paterno filial, Greta, al hablar de su padre en la ficción, padre real en la vida, lo deja claro: no puede despegarse de su padre porque, dice, “lo llevo en la cara”.

Probablemente ese llevarlo en la cara, esa semejanza genética, introduce una alta dosis de verosimilitud en un trabajo que milita en las formas esencialistas de ese cine europeo que busca en la realidad jirones de una autenticidad que tanto fake y tanta virtualidad digital nos arrebata de día en día. Funes, en su gramática aplica, tal vez de manera demasiado literal, el hacer de los hermanos Dardenne. Como ellos, busca en las víctimas de la sociedad del consumo, en los arrabales de la periferia, esos modelos en los que fijar su narración. Como tantas veces han hecho los hermanos belgas, la directora catalana, formada en la ESCAC, clava el objetivo de su cámara en una joven mujer retratada en pleno tiempo de naufragio y desconcierto.

La hija de un ladrón era la tercera y última película a concurso ayer en la Sección Oficial y cumplió con la tarea de contribuir a paliar esa sensación de mediocridad que se ha instalado en la edición del SSIFF de este año. Su presencia, en compañía de la película portuguesa Patrick y de la humorada francesa, Thalasso, mejoraron un poco un panorama tan mortecino como previsible.

En realidad, el filme de Belén Funes, con resultar solvente y riguroso en su formulación -no cabe duda de cuáles han sido las fuentes formativas de su oficio-, paga un excesivo peaje por su apego a esquemas reconocibles que podrían provocar una sensación de déjà vu en los públicos más iniciados. Esa circunstancia que amordaza su originalidad no impide apreciar los matices de calidad e interés que salpican el metraje de esta dolorosa radiografía de una joven madre a la que su compañero y padre de su hijo no quiere volver a tocar por lo que, de manera insinuada, se percibe un desequilibrio psicológico de difícil convivencia.

De fondo, la figura del progenitor, un ladrón al que, en cuatro pinceladas, se le retrata como un egoísta inmaduro atrapado por el alcohol. La presencia de un tercer personaje, el hermanastro de Sara (Greta Fernández), un niño pequeño, de madre marroquí y que se dispone a hacer su primera comunión, ilustran ese cuadro familiar condenado al desahucio. En él, Belén Funes bucea, con un juego de idas y venidas, siempre atropellado, siempre con un punto de crispación, en el desencuentro entre ese ladrón que acaba de salir de la cárcel y su hija, que sufre las consecuencias de tanto desarraigo. Y lo que saca Belén Funes del fondo habla de la soledad, del peso genético y de la insatisfacción de un modo de vida acuciado por la necesidad y el desamparo.

Un chiste francés que una a dos iconos de la heterodoxia

Nada de desamparo. Nada de miseria y necesidad. Al contrario, envueltos en toallas de buena felpa y regados por el mejor vino, sometidos a todo tipo de masajes y tratamientos y con la humorada de unir a Gérard Depardieu y Michel Houellebecq, Guillaume Nicloux pretende exprimir un poco más el buen resultado que tuvo, tanto de crítica como de público, con L’Enlèvement de Michel Houellebecq (2014).

En consecuencia, con una referencia a aquel secuestro de ficción arranca esta continuación que explota la boutade de juntar a los dos personajes más odiados de la Francia del sentido común del tiempo presente. Al menos así lo verbaliza en la película uno de los clientes en la ficción del local donde se ha rodado el filme. Con un arranque en el que Michel Houellebecq proyecta una caricatura de estos establecimientos de talasoterapia que podría firmar Leo Harlem, se pasa al momento cumbre de juntar a ambos iconos de la heterodoxia histriónica de la Francia del siglo XXI. Como había poco guion y, al parecer, pocas ganas de trabajar, Guillaume Nicloux recupera a los personajes de su obra precedente para estirar un poco más, con la ayuda del thriller, lo que aporta poco sustento y ningún fundamento.

Ciertamente hay mucho divertimento y desparpajo en lo que se dice y en el cómo se verbaliza. En ese sentido, esa liviandad en medio de una jornada de filmes intensos, secos y crepusculares, se recibe con alivio. Pero Thalasso se enzarza en lo propio de algunos humoristas de lo inmediato. De manera que sus referencias a la política francesa y su cultura se pierden por un exceso de localismo y temporalidad. Esa gracia tan anclada en la Francia de hoy carece de densidad como para perdurar en el futuro. Quedará la bizarra auto-representación por la que Depardieu y Houellebecq comparten barros curativos y diálogos absurdos, donde sus identidades, y los personajes que ellos mismos se han creado, se exponen como objetos de curiosidad. Como fenómenos monstruosos de una Europa que emite señales de agotamiento y desconcierto.

Gonçalo Waddington sale bien librado de su primer reto

Esa Europa es la misma que recorre Patrick, un joven veinteañero de conducta perversa y mirada turbia que vive en París y cuyo terrorífico pasado regresa de golpe para apuntalar el tema con el que Gonçalo Waddington debuta como director de largometrajes. Ese tema no es otro que el de la pederastia y el mundo de la pornografía, en este caso además unido al secuestro de niños utilizados como objetos de deseo y placer para satisfacer los más bajos instintos de adultos adinerados.

Gonçalo Waddington elude incurrir en el sensacionalismo implícito en los perfiles terribles que conforman su argumento. La película describe el regreso a su hogar de un joven que ha servido como juguete de placer sexual durante años tras haber sido secuestrado. De nuevo en casa, ante una madre que es consciente de que ese joven que ha regresado ya poco o nada tiene que ver con aquel hijo de ocho años que desapareció hace doce, la rehabilitación de Patrick, su recuperación, se percibe como algo imposible. Con una paleta llena de oscuridad y tristeza, Gonçalo Waddington sigue a su Patrick en su regreso a casa y en su lucha interior para contener una crueldad sexual, probablemente cultivada durante su cautiverio.

Gisela João, cuando presenta sus conciertos ante públicos no portugueses, suele explicar que los fados no son canciones tristes sino intensas. Eso, intensidad extrema, aparece para dominar todo lo que habita en Patrick; una tensión argumental que crece sobre la imposibilidad de rehacer los destrozos del sufrimiento.

Indudablemente, Gonçalo Waddington sale bastante bien librado de su primer reto cinematográfico, filma bien pero da la sensación de que el guion no ha sido correctamente cosido, o al menos las elipsis y el desenlace provocan cierto extrañamiento. Así, con dos testimonios de dolor provenientes del este y el oeste de la península ibérica, más una astracanada francesa audiovisual, se cerró la jornada de ayer con la evidencia de que esta 67ª edición arroja un balance pobre, demasiado pobre para lo que el SSIFF pone en juego.